El ego

No tengo miedo de competir. Es justamente lo contrario. ¿No lo comprendes? Me da miedo ver que acabaré compitiendo, eso es lo que me asusta. Por eso dejé el curso de teatro. Precisamente porque estoy tan horriblemente condicionada a aceptar los criterios de los demás, me admire, pero eso no lo justifica. Me avergüenzo de ello. Me da náuseas. Me asquea no tener el valor de no ser nadie en absoluto. Me da asco de mí misma y de todos los que quieren causar sensación.

(…)

No paras de hablar del ego. Dios santo, solamente el propio Cristo podría decidir qué es ego y qué no lo es. Este es el universo de Dios, hermana, no el tuyo, y El tiene la última palabra respecto a lo que es ego y lo que no lo es. ¿Qué me dices de tu amado Epicteto? ¿O de tu amada Emily Dickinson? ¿Pretendes que tu Emily, cada ver que sienta el impulso de escribir un poema, se siente a orar hasta que se le pase ese impulso tan feo y egoísta? No, ¡claro que no! Pero te gustaría que a tu buen amigo el profesor Tupper le privaran de su ego. Eso es diferente. Y puede que lo sea. Puede que sí. Pero no te pongas a gritar contra los egos en general. En mi opinión, si deseas saberla, la mitad de todo lo desagradable que hay en este mundo está provocado por la gente que no usa su verdadero ego. Por ejemplo, tu profesor Tupper. Por lo que dices de él, me apostaría casi cualquier cosa a que eso que utiliza, eso que tú consideras su ego, no es realmente su ego, sino otra facultad mucho más sucia y menos básica. Dios santo, has estado suficiente tiempo en colegios para conocer el paño. Rasca a un maestro incompetente (o a un catedrático, si a eso vamos) y la mitad de las veces encontrarás a un mecánico de primera o a un maldito albañil desplazados. Fíjate en LeSage, por ejemplo, mi amigo, mi empresario, mi Roma de la Avenida Madison. ¿Crees que fue su ego el que le metió en la televisión? ¡Y un cuerno! Ya no tiene ego, si es que lo tuvo alguna vez. Lo ha dividido entre sus aficiones. Que yo sepa, tiene por lo menos tres aficiones, y todas relacionadas con un taller de diez mil dólares instalado en su sótano, lleno de herramientas eléctricas y tornos y Dios sabe qué. Nadie que realmente este usando su ego, su verdadero ego tiene tiempo para absurdas aficiones.


Franny y Zooey, J. D. Salinger