Turismo






-¡Eso es! –exclamó Peter, levantando la vista de la pasta al burro que estaba enroscando en el tenedor-. ¡Usted lo ha dicho, señor Small! Hay una contradicción lógica en todo esto del turismo. La pescadilla que se muerde la cola. O, mejor, una paradoja. “Vaya, esto está lleno de turistas”, les oyes decir cuando miran a su alrededor en restaurantes y ven a un montón de compatriotas con tarjetas del Diners Club que podrían ser sus dobles. Una especie de rechazo indiscriminado que, si se pararan a pensarlo, debería incluirlos también a ellos. Sólo que nadie se para a pensarlo. No pueden. En su lugar, empiezas a darte razones por las que tú tienes derecho a estar allí y los demás no. Los únicos turistas que no consideras intrusos son los amantes del arte solitarios, que pueden entrar en la misma categoría que tú. Como la chica holandesa o alemana que vimos esta mañana. Pero si se multiplicara, empezaría a detestarla, supongo.
-¡Estupendo! –dijo, dándole un golpecito en el brazo-. Repite eso del Diners Club.
El restaurante empezaba a vaciarse.
-¡Oh! Lo he olvidado. Siempre oyes lo mismo, en todos los sitios. Esta mañana, por ejemplo, en la oficina de American Express, había unas mujeres hablando con la persona que estaba en el mostrador. “¿Pompeya? Pero ¿no es muy turístico?” Las vi de nuevo en la Capilla Sixtina, con un guía. ¿Y sabe la conclusión que sacaron de la bóveda? Demasiado “abarrotada”.
El señor Small acercó la oreja a la máquina.
-¡Perfecto! Sigue. No te dejes intimidar. Olvídate de la grabadora. Haz como si estuvieras hablando directamente conmigo.
-Vale. ¿No ve que en beneficio de todos, los turistas incluidos, se debería impedir o, al menos, desaconsejar el turismo en grupo? A excepción, claro, de las agencias de viaje y otros parásitos. Pero sobre todo va en beneficio del propio turismo. A los habitantes, que yo sepa, les importan menos los turistas que a los propios turistas. Y no creo que sea sólo porque se aprovechen o extraigan beneficio de ellos. Los habitantes, hasta cierto punto, desfrutan de los turistas. Les dan un poco de variedad a sus vidas.
-Sigue.
-Bueno, lo mejor de viajar es la posibilidad de estar tú solo en un lugar prístino, intacto. O con una persona que te guste mucho. ¿No es ése el principio en el que se basa la idea de la luna de miel? El año pasado, en literatura inglesa dimos un poco de las Vidas de los poetas del doctor Johnson, y ahí cuenta que Milton viajó por Italia en compañía de un ermitaño. Debió de ser una forma ideal de viajar.
El señor Small sonrió.
-¿Se ríe porque cree que no he tenido en cuenta las desventajas? ¿Las fondas asquerosas y las chinches? ¿Qué si quiero volver a eso? Bueno, supongo que no podría, mis condicionamientos me lo impedirían. Pero la gente es capaz de aguantar mucho más de lo que se cree. Piense en el servicio militar. Si un tío puede aguantar las mayores dificultades porque lo llaman a filas, debería poder soportar alguna incomodidad de cuando en cuando si de verdad desea ir a ciertos lugares; sólo por diversión. O sea, para llegar aquí me pasé prácticamente todo el viaje de tren en el pasillo, y me resultó mucho más gratificante que verme en una avión sujeto con el cinturón de seguridad. En comparación fue una aventura.
-En su día, la navegación aérea fue una aventura.
-Pues puede que entonces me hubiera gustado. Hoy en día la única aventura que uno puede tener en un avión es cuando se estrella contra una montaña. Hoy todo está del revés. Si usted quisiera tener hoy una experiencia nueva, no se montaría en el primer avión anunciado en el tablero de salidas, ¿no? No. Tendría que montarse a lomos de una mula o de un camello o subirse a un globo. Estar solo en una de estas antiguas ciudades a punto de desmoronarse es semejante a ser el primer hombre que pisa la selva virgen. O como salir de tu casa una mañana después de una gran nevada y sentir que casi te da lástima dejar las primeras huellas humanas. Mi generación no tiene experiencias de ese tipo a menudo, por eso viajamos, supongo. Ya no queda mucha naturaleza virgen, y los lugares adonde solían ir los poetas en su busca –las montañas  y la orilla del mar- son hoy lugares abarrotados de gente y de botellas vacías. De modo que llegar tú solo a una ciudad desconocida, únicamente con una guía como brújula, es el equivalente más próximo a estar solo en la Naturaleza, de la manera que los viajeros solían estar en la Era de los Descubrimientos.
Peter hizo una pausa para masticar un bocado de ensalada. No quería sonar demasiado misántropo delante de una grabadora.
-No se puede culpar a las masas de que quieran tomar el sol y bañarse y disfrutar del aire libre. Por qué ha de ser el monopolio de unos cuantos. Si los obreros y los empleados tienen vacaciones, también han de tener sitios a los que ir. Las playas deberían ser públicas, aunque se estropeen. Pero tiene que quedar algo más para explorar. Para no perder la ilusión de que estás abriendo un camino, aunque sepas que miles de personas han estado allí antes que tú.
(…)
-Si quieres a alguien, quieres estar a solas con esa persona. Pasa lo mismo con el arte. Debería haber iglesias y museos donde no tuvieras que encontrarte con hordas de turistas, donde te pudieras sentar y contemplar las obras en paz. Eso ya no se puede hacer, a no ser que te empeñes en seguir los pasos de algún chalado como Borromini, de quien el turista medio ni ha oído hablar. Si siguiera esta lógica, decidiría no ir nunca a ver las obras maestras famosas, porque es horrorosamente frustrante llegar allí y no verlas.
-Pero más o menos lo has conseguido.
Peter movió la cabeza, pensando con amargura en las enjutas, por no mencionar los lunetos.
-Sólo un poco, en realidad. Y eso haciendo alguna trampa. Mire, he oído hablar de un studiosoque va todos los días a la Capilla Sixtina; llega en un coche con chófer a las nueve en punto y se va a las nueve y cuarto. Así evita las multitudes. No querría encontrarme en su lugar. Pero, tal vez, con el tiempo también seré así: consideraré todas las posibilidades con tal de que no me quiten la parte de arte que me corresponde; sacaré tajada de mi posición. Suspiró-. ¿Cómo puede querer la paz alguien que no haya experimentado nunca una sensación de paz profunda? Y para eso uno necesita estar solo y rodeado de algo inmenso, como el mar. Un elemento más grande que tú que seguirá allí cuando tú hayas desaparecido.
-O las estrellas de esos bosques del norte del país. Universos remotos, y, sin embargo, sientes que las puedes alcanzar, que las puedes tocar.
Peter no podía negar que las estrellas comunicaban la sensación que acababa de describir. O, al menos, lo habían hecho hasta que il pallone americano se había abierto un hueco a la fuerza el en firmamento.
-Yo pensaba en Roma. Los habitantes de Roma no interfieren en tus pensamientos más de lo que lo harían los peces en el mar. Forman parte del elemento. Pero las masas de turistas no son más que basura arrojada a la ciudad por los aviones y los autocares. Los guías y los tenderos se lanzan a por ellos como gaviotas carroñeras. –Peter recordó que en aquella caja negra un Ángel Secretario estaba tomando nota de sus palabras-.Si me quiere decir que yo también formo parte de esa basura, vale, estoy de acuerdo. Participo como los demás en el deterioro del elemento. Cuando estoy en la Capilla Sixtina, odio a mis congéneres. Y esa situación es fundamentalmente mala. Cuando alguien está en presencia de la belleza debería tener pensamientos nobles. Por eso, en definitiva, me compré los tapones para los oídos. No sólo para dejar de oír a esos macabros grupos guiados, sino también para no tener malos pensamientos. “Evita la ocasión de pecar” es uno de los lemas de mi padre. Lo aprendió en los jesuitas.
-¿Aceptas la democracia, Levi?
-Siempre creí que la aceptaba. Pero hay algunas cosas que no son fáciles de dividir, como el niño en el Juicio de Salomón. He llegado a la conclusión de que las normas democráticas funcionan mejor cuando no hay demasiado dinero alrededor. Como en Atenas, si pudiéramos volver a ese punto...
-Descalzo en Atenas.
El tutor lo miró con condescendencia, y Peter le leyó el pensamiento. Ya empezaba a enfadarse.
-Pues claro, tenían esclavos y todo eso. Jefferson también los tenía. ¿Se cree que no lo se? Pero da lo mismo, la democracia, tal como yo lo veo, es algo cívico que implica cierto espacio de libertad. Esas manadas de turistas que salen en estampida hacia un mismo sitio no tienen nada de democrático. Es una especie de instinto gregario lo que los hace converger en la Capilla Sixtina, y ese instinto debería ser reconducido hacia algo más apropiado, como un estadio de fútbol.
-¿Apropiado para quién? ¿Qué te hace pensar que la Capilla Sixtina es un objetivo apropiado para ti, pero no lo es para las masas?
-Pues me parece obvio –dijo Peter, sin preocuparse de que había cambiado de táctica-. Ya vio esta mañana lo que hacía esa muchedumbre. Ni siquiera se molestaban en escuchar a los guías, por otro lado, estúpidos, que les cuentan todo al revés. La mayoría parecen muertos de aburrimiento y bostezan porque han tenido que madrugar para unirse al grupo. En lugar de mira los frescos, no paran de mirar la hora. Ese profesor que conozco me dice que pasa lo mismo en los Uffizi de Florencia en verano ¿Y sabe lo que creo? Que los turistas deberían pasar un examen para entrar a ver la Mona Lisa o La última cenao la Capilla Sixtina. Es la única manera.

Pájaros de América, Mary McCarthy