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Los Bennett








Fotos
1 Louise Brooks
2 Barbara Bennett a la derecha y Adrienne Morrison a la izquierda
3 Joan y Constance Bennett
4 Constance Bennett
5 Joan Bennett de rubia y de morena

Mrs. Bennett, la actriz Adrienne Morrison, había mandado a su hija Barbara a Mariarden con la esperanza de que el ejercicio fortaleciera sus pies planos y sus delgadas piernas, ambos excesivamente largos. Compartía una habitación conmigo y con otras dos chicas con las que nunca llegó a entablar amistad.
(…)
Barbara, quizás por única vez en toda su apasionada y extenuante existencia, decidió convertirse en tutora de alguien: se enfrento con familia y amigos para proteger e instruir a “esa insolente Brooks”. No empecé a saber vestir bien hasta que no regresé a Nueva York en septiembre. Los ensayos en Denishawn me dejaban mucho tiempo libre, suficiente como para visitar el piso de los Bennett en Park Avenue. Una mañana Mrs. Bennett me abrió la puerta. Me miró como si fuera un perro perdido y me dijo: “¿Qué haces tú aquí a las ocho de la mañana?” Me eché a llorar y me dejó entrar. Me senté en un sofá a esperar a que Barbara se levantara. ¡Qué envejecida me pareció Mrs. Bennett con un vestido gris y sin maquillaje! Ni de lejos se parecía a sus elegantes fotos de Vogue. Y esta maravillosa sala de estar era obra suya: completamente blanca con ligeros toques oscuros y en perfecto orden, como en una pintura china. No había nada allí que recordara las habitaciones de los ricos, generalmente repletas de objetos, y que tan poco me gustaban. Sin embargo, al igual que Mrs. Bennett, la habitación tenía el aspecto de algo abandonado y falto de cariño.
Al cabo de un rato apareció Joan, la hermosa hermana pequeña de Barbara, que venía con los libros del colegio a estudiar en la mesa junto a la ventana. Constance, la hermana mayor de Barbara, tan hermosa como Joan, acababa de empezar su carrera cinematográfica, pero todas la consideraban ya la actriz mejor vestida y arrogante del cine. Todas las hermanas habían heredado los mismos pómulos anchos y los ojos tan bien puestos de Richard Bennett. Sin embargo, las tres tenían caracteres distintos. A Constance le gustaba el dinero; durante toda su carrera, que duró hasta el mismo día de su muerte, en 1965, exigió y recibió un sueldo comparable al de las grandes estrellas. Aunque era muy bella, poseía gran talento de actriz y tenía una encantadora voz, nunca pudo obtener lo más preciado, algo sin lo cual el resto no importa demasiado a la hora de convertirse en una gran estrella: no era generosa ni amaba a su público. Lo que le gustaba a Joan era la seguridad. Sus matrimonios con hombres poderosos del mundo del cine eran siempre una puerta abierta al éxito. Barbara, por su parte, construyó su carrera sobre sus emociones. El ritmo de su trabajo y sus matrimonios venía determinado por sus arrebatos de miedo, frustración o desesperación. Sólo su muerte, acaecida en 1958, como culminación a sus cinco intentos de suicidio, podría ser considerada un éxito. En la sala de esta blanca y polvorienta, Joan, que siempre me trataba bien, se había puesto las gafas para estudiar historia.
-Lo que no logro entender –le dije- es cómo te apañas para ir sin gafas por ahí, si siempre las necesitas para leer.
Joan se las quitó y, sonriendo, me dijo:
-Veo un poco sin ellas. Por ejemplo, tu vestido largo y negro de señora mayor. ¿Dónde lo compraste?
-Me lo vendió una mujer en una tienda de Broadway.
Joan se echó a reír.
A las once los Bennett empezaron a levantarse. Constance le gritaba a Barbara: “Si te atreves a salir otra vez a escondidas con mi pañuelo de gasa blanca te corto el cuello.” Richard Bennett cantaba Me gusta la vida y quiero vivir. Después entró en el salón vestido con una bata de brocado e hizo una incursión al mueble bar. Tras beberse de un trago un vaso de whisky, se volvió hacia mí y me dijo: “¡Dios mío, Joan! ¿de dónde has sacado ese maldito vestido negro?” Entre el alcohol y que era corto de vista, a veces me confundía con Joan, que no se había teñido todavía de rubio. Acababa de marcharse a su habitación cuando Constance cruzó el salón a toda velocidad en dirección a la puerta de salida, dirigiéndome al pasar una mirada de desprecio. Iba vestida con un traje sastre azul marino y se había echado un perfume de gardenias. (Entre las personas más detestadas de Hollywood ni siquiera yo me podía comparar con Constance. Era capaz de pasarse toda una cena en la casa de la playa de Marion Davies sentada frente a mí e ignorarme por completo.) Por fin apareció Barbara, que llevaba puesto el traje de gabardina beige de Constance.


Lulu en Hollywood, Louise Brooks