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A contracorriente (II)



Hacía cuatro años –y ella lo recordaba claramente-, las cenas constaban siempre de dos platos: empezabas con una sopa, unas ostras, un cóctel de langosta o un aguacate con salsa de Roquefort. Una entrada, algo. Pero ahora, después de varios litros de Martini-on-the-rocks (una bebida que para ella era una parvenue, al contrario del clásico Dry Martini), te sentabas directamente a comer el plato principal y único, eso cuando no tenías que ponértelo en el regazo. Nadie aludía al desaparecido primer plato; era como un pariente muerto al que no se podía mencionar.
-¿Le encuentras tú una explicación a esto, Peter? ¿Crees que habrá tenido una muerte lenta o habrá muerto de algo repentino, como un ataque?
-Lo más probable es que haya sido uno de esos casos de eutanasia. ¿Por qué no se lo preguntas a alguien, si realmente quieres saberlo?
-¿Cómo iba a hacerlo? ¿A quién? Tendría que ser a alguien que todavía lo sirviera, y al parecer debo de ser yo la única.
-Y más te valdría dejar de serlo, mamá.
-¿Por qué? –dijo ella indignada-. Siempre hemos tomado primero y segundo. ¿Por qué iba a cambiarlo? Esas mujeres tienen tanto tiempo como yo para cocinar, si no más.
-Esa es precisamente la cuestión mamá –rezongó Peter.
Odiaba cuando su madre le enviaba a pedir prestado un molde para bizcocho, una rejilla o un tamiz. Nadie tenía ya nada de eso; nadie los utilizaba.
-No te enteras, mamá. No tienes ni idea. En estados Unidos ya no se cocina. Les pones en un aprieto.
-Menuda tontería. Todas mis amigas de Nueva York cocinan.
-Nueva York no es Estados Unidos, mamá. Viejo refrán.

(…)

Tu ética está basada en el estilo, y el estilo nunca tiene que dar una razón coherente de por qué es como es. Y si alguien se pone a buscarle una razón, lo más probable es que la que encuentre sea histórica: o sea, que alguien como Luis XIV introdujo un sillón con una forma determinada que un grupo selecto reconoce. Pura contingencia.
Te daba escalofríos la idea de un pavo “de doble pechuga” porque no es el pavo clásico. Tu estilo quedaría en entredicho si te unieras al rebaño que bebe en el abrevadero de los economatos. Pero no podrás convencer a nadie de que se abstenga de utilizarlos. A no ser a aquellas personas que te quieren y desean parecerse a ti. Lo viste en Rocky Port. A tu manera, eres una persona ejemplar, pero la gente común no puede imitarte, aunque tú pienses que deberían. Es como si Mozart le dijera a Salieri: “¿Por qué no eres como yo?”.

Pájaros de América, Mary McCarthy

A contracorriente


Me gusta que mis amigos sean perfectos. No siento resentimiento por tus conchas, o porque tienes un carácter mucho mejor que el mío. Me pone feliz. ¿No existe ya nada que sea una rivalidad sana, una noble emulación, como los Juegos Olímpicos o una competición poética ¿Tiene hoy en día que estar todo envenenado?. Esta horrible vida bohemia que ves aquí, con tazas de color lila y barbas y plásticos, es una nivelación real, peor que en los suburbios, donde uno entra en franca competición con los vecinos, por tener el coche más nuevo o hacer las mejores tartas. Soy capaz de comprender esto. Yo soy así también. Pero aquí nadie compite, a no ser que se dé una oculta lucha por ver quién logra tener la casa más sórdida o dar las peores fiestas. (…)
En Juneau había una mujer loca que siempre corría por las calles en bicicleta, vestida con una especie de traje de circo, con pantalones y una chaqueta roja, y con la cara pintada de blanco y rojo. Me parece que soy ella cuando paso por la calle Mayor, aquí, con un traje normal y con medias. Todo el mundo me mira. Soy antisocial. El otro día, en el banco, una de las matronas de la localidad llegó a tirarme del brazo y a preguntarme por qué llevo medias. “Nadie las lleva aquí”, me informó.
-Siempre has sido una rebelde –Dijo Dolly-. Te pasaría lo mismo si vivieras en Scarsdale.
-No –replicó Martha-. Si viviera en Scarsdale, no me importaría lo que dijeran los vecinos. Y no pretendería reformarlos.
-¿Quieres reformar a los de aquí? –preguntó Dolly, con una sonrisa perpleja.
Martha asintió.
-Naturalmente. Intento dar un ejemplo. No es sólo vanidad, también hay un impulso de corrección. “Haz que así tu luz brille ante todos los hombres”. El colmo de mi necedad es esto. John y yo nos ponemos en ridículo con nuestros modales cuidados. Lo sé, pero no quiero renunciar. Es una forma de fanatismo. Podrán matarme, me digo con grandilocuencia, pero no lograrán que sea como ellos.

Una vida encantada, Mary Mc Carthy

Dandismo y heroísmo




ADRIEN: El trabajo es una huída, una buena conciencia que se compra.
SAM: Veo que Vd. Es la persona menos perezosa que conozco.
ADRIEN: Llevo más de 10 años sin vacaciones.
SAM: Claro, sus vacaciones son permanentes.
ADRIEN: No. Bueno, sí y no. No claramente.
SAM: Lo que más me divierte de Vd. Es que siempre quiere justificarse.
ADRIEN: No lo crea, yo no tengo mala conciencia.
SAM: Es un mentiroso. Tiene mala conciencia por no tener dinero.
ADRIEN: Escuche, Sam, habrá oído hablar de los Taraumara. Cuando los indios Taraumara bajan a las ciudades a mendigar, se ponen de perfil delante de las puertas, con un aire de desprecio soberano. Les des algo, o no, se retiran siempre al cabo de un rato sin decir gracias. Yo siempre mendigo de perfil. Y todos somos esclavos de alguien. Veo menos deshonroso vivir en casa de un amigo que recibir dinero del estado.
La mayoría de la gente hace un trabajo superfluo. Las tres cuartas partes de las actividades son parásitas. El parásito no soy yo, sino el burócrata, y el técnico.
SAM: Si yo midiera dos metros y tuviera un perfil de águila, también me sentiría más cerca de Dios. Es un nostálgico de los viejos tiempos. Yo estoy muy contento con el mundo moderno.
ADRIEN: Yo soy tan moderno como Vd. Pero en el futuro no contará el trabajo, sino la pereza. Todos dicen que el trabajo es un medio. Se habla de la civilización del ocio. Cuando llegue, ya no sabremos qué es el ocio. Algunos trabajan 40 años para luego descansar, y cuando llega el descanso no saben qué hacer y mueren. Sinceramente creo servir mejor a la humanidad así que trabajando. Es cierto, hay que tener el valor de no trabajar.
SAM: ¿Más que para ir a la luna?
ADRIEN: También se puede ir a la luna.
SAM: Es fascinante y despreciable. Si debo escuchar su monólogo esta noche, dormiré aquí en el sillón. Su actitud es la de un niño que se siente totalmente satisfecho con su vida mediocre. Váyase a la luna, Adrien, váyase a Júpiter también. Váyase ya, y cuando llegue allí, mándeme una tarjeta postal si tiene dinero para comprarla.

ADRIEN: Escuche, viejo malvado, siempre he lamentado no ser rico. Pero si fuera rico, Io que Vd. llama mi dandismo sería algo gratuito. Le faltaría todo el heroísmo. Y no concibo un dandy sin heroísmo.

La coleccionista, Eric Rohmer

Descanso





¿Y en qué quería ocuparme? Justamente en no hacer nada. Por una vez, quería vacaciones de verdad. Pues yo trabajaba cuando descansaban los demás. Por las noches, los fines de semana, en la playa, la montaña... Pero este año sólo me interesaba la galería de arte. Todo se borraba ante ella, y como la etapa de preparación había pasado, sólo tenía que esperar. No teniendo nada que hacer por primera vez en 10 años, me propuse no hacer nada efectivamente, o sea, llevar el ocio a un grado nunca alcanzado en mi existencia. Me esforzaba en no pensar. Estaba solo ante el mar, lejos de los cruceros y las playas, cumpliendo un sueño anhelado desde la infancia, y aplazado año tras año. Quería mirarlo en la forma más vacía posible, exenta de toda curiosidad de naturalista, pues de haber seguido mis inclinaciones, me habría pasado el tiempo recogiendo plantas. Me abandonaba a la fascinación de observar sombras y luces, entrando en un letargo que el baño prolongaba. Este estado de pasividad, de disponibilidad total, parecía hecho para mantenerse más allá de esa euforia a la que te lleva el primer contacto con el mar. Me imaginaba muy bien pasando el mes de esa manera.

La coleccionista, Eric Rohmer

La estación



Como todos los que han vivido mucho tiempo en una gran ciudad, Margaret experimentaba unos sentimientos muy intensos en las estaciones terminales. Son las puertas de lo glorioso y lo desconocido. Por ellas se parte hacia la aventura, hacia el sol; por ellas, ay, se regresa. En Paddington laten Cornualles y la costa occidental; en las rampas de Liverpool Street se agitan las marismas, y el extranjero ilimitado; Escocia se oculta en los pilares de Euston; Wessex, más allá del caos de Waterloo. Entendiéndolo así, los italianos que tienen la desgracia de trabajar como camareros en Berlín llaman a la Anhalt Bahnholff la Stazione d´Italia, porque desde allí regresan a sus hogares. Y no hay un londinense que no confiera a sus estaciones una cierta personalidad y no haga extensivas a ellas, siquiera un poco, sus sensaciones de amor y miedo.
A Margaret –y espero que esto no predisponga al lector en su contra- la estación de King´s Cross siempre le había sugerido el infinito. La misma situación de la estación, oculta tras el fatuo esplendor de Saint Pancrass, llevaba implícita una reflexión sobre el materialismo de la vida. Los dos grandes arcos descoloridos, indiferentes, sostén de un desangelado reloj, eran los soportales de una eterna aventura, cuyo objetivo podía ser triunfal, pero que no se expresaba en términos de triunfo. Si el lector considera todo esto ridículo, debe recordar que no es Margaret quien se lo cuenta.
Howards End, E.M. Forster

Harry Feldstone


The striking thing about Harry -the one that struck me, anyway- was his unquenchable passion for analysis. It was a real passion, a driving force that he had no real control over, and it was unlimited as it was imperious. He was impelled to turn over, tear apart and rip the sense out of every object that came in view, whether it had any intrinsic merit or attraction or even interest for him or not. That was my impression after the first few weeks, and nothing in the long course of our friendship since then has ever given me cause to change it.
I couldn’t see what he was after, exactly. Even much later, when we had known each other for years, the aims of his frequent, compulsive inquiries into basic motives and principles often remained obscure to me. Though, by then, they had become thoroughly familiar. What’s more, at the beginning, the whole business embarrassed me. Since I was the only really close friend Harry had made, it naturally followed that a large share of his searching curiosity should be directed at me.


(…)
As we came to know more people and have a wider range of common experience, Harry’s objects of fascination became more numerous and diffuse. He began to use the techniques he had employed almost exclusively to plumb my soul on most of our mutual acquaintances, and I became the sounding board, rather than the target, of his obsessions: “Now listen, Kevin, what d’you think that fellow Sandord really meant, when he…”

The Shortest Gladdest Years, Scott Sullivan

Tom Ripley



Decían que los ojos eran el espejo del alma, que a través de ellos se veía el amor, que eran el único punto por donde podía contemplarse a una persona y ver lo que realmente ocurría en su interior, pero en los ojos de Dickie no pudo ver más de lo que hubiera visto de estar contemplando la superficie dura e inanimada de un espejo. Tom sintió una punzada de dolor en el pecho y se cubrió el rostro con las manos. Era como si, de pronto, le hubiesen arrebatado a Dickie. Ya no eran amigos. Ni siquiera se conocían. Era como una verdad, una horrible verdad, que le golpeaba como un mazazo y no quedaba allí, sino que se extendía hacía toda la gente que había conocido en su vida, y la que conocería: todos habían pasado y pasarían ante él y, una y otra vez, él sabría que no lograría llegar a conocerles jamás y lo peor de todo era que siempre, invariablemente, experimentaría una breve ilusión de que sí les conocía, de que él y ellos se hallaban en completa armonía, que eran iguales. Durante unos instantes, la conmoción que sentía al darse cuenta de aquello le pareció más de lo que podía soportar. Le parecía estar sufriendo un ataque, a punto de caer desplomado al suelo. Era demasiado: el hallarse rodeado de personas extranjeras, personas que hablaban un idioma que no era el suyo, su fracaso, el hecho de que Dickie le odiaba. Se sintió rodeado por un ambiente extraño y hostil.


El talento de Mr. Ripley, Patricia Highsmith

Terry Crabtree

Terry Crabtree y yo nos conocimos al principio de nuestro penúltimo año de carrera, cuando aterrizamos en la misma clase de narrativa breve, un curso introductorio en el que yo había intentado ser admitido un semestre tras otro. Crabtree se había apuntado por un impulso súbito y fue admitido gracias a un cuento escrito en el instituto, que narraba el encuentro en un balneario entre un envejecido Sherlock Holmes y un joven Adolf Hitler que había viajado de Viena a Carlsbad para robarles sus joyas a viejas damas inválidas. Era, sin duda, un pastiche notable, y más siendo obra de un chico de quince años. El problema era que se trataba de una pieza única. Crabtree no había escrito nada más desde entonces, ni una sola línea. En el relato aparecían detalles sexuales sumamente peculiares, también detectables –todo hay que decirlo- en su autor. En esa época Crabtree era un chico arisco y delicado, con un rostro que era todo frente y dentadura, cuya extrema timidez le llevaba a sentarse siempre al fondo del aula. Vestía un traje muy ceñido y corbata, pasadísimos de moda, y una bufanda de cachemir roja que, cuando apretaba el frío, se anudaba al cuello bajo las solapas levantadas de la americana.(...)
En cada clase se comentaban dos relatos, y en la primera ronda de trabajos me tocó entregar el último, justamente después de Carbtree, quien, según había podido constatar, no hacía el más mínimo esfuerzo por anotar los axiomas que llenaban el viciado aire del aula; además, nunca intervenía en clase, salvo con algún comentario ocasional, lacónico, pero indefectiblemente amable, sobre la banalidad del relato que se estaba comentando en aquel momento. Como es natural, su reserva se interpretaba como signo de arrogancia, y la opinión generalizada, sobre todo cuando lucía su bufanda de cachemir, era que se trababa de un esnob de tomo y lomo. Pero me había percatado desde un principio de que se mordía las uñas, hablaba con un tono de voz bajo e inseguro y se turbaba cada vez que alguien le dirigía la palabra. Siempre estaba en su rincón, embutido en su ceñidísimo traje, pálido y con aire molesto, como si nuestra compañía le incomodase pero su exquisita educación le impidiese decirlo.


Encontré a Crabtree en el recibidor. Estaba solo, contemplando a los que en la sala trataban de bailar al ritmo de The Horse. Tenía una mano metida en el bolsillo y con la otra asía una botella de agua con gas. Parecía que durante mi ausencia hubiese estado tratando de borrar su reputación de Crabtree el Espíritu Burlón, de artista del desmadre, manteniéndose pegado a la pared, solo en medio de su propia fiesta, con aspecto sobrio, aislado y aburrido. (...) Al verlo allí, mirando a los que bailaban, me recordó al James Leer de la noche anterior, un chico sin amigos, corroído por la envidia, merodeando por el jardín de los Gaskell, con la mirada fija en una ventana iluminada.

Chicos prodigiosos, Michael Chabon