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Leyendo (2)









La primera parte está aquí:

Leyendo 1

The Young Lions de Irwin Shaw en Sunset Boulevard (El crepúsculo de los dioses)
David Copperfield de Charles Dickens en “Fahrenheit 451”
Beyond the High Himalayas de William O. Douglas en “Rear Window” (La ventana indiscreta)
Aunque claramente prefiere “Harper´s Bazaar”
La Sra. Dalloway de Virginia Woolf en “Las horas”
El extranjero de Albert Camus en “An Education”
La metamorfosis de Franz Kafka en “Un hombre soltero”
Desayuno en Tiffany's de Truman Capote en la misma película

Visitas a Karen Blixen










Cuando Isak Dinesen expresó su deseo de conocer a Marilyn Monroe, la novelista Carson McCullers pudo arreglar un encuentro, y, en un famoso almuerzo, las tres mujeres mencionadas compartieron la mesa con Arthur Miller, el marido por antonomasia, quien, sorprendido por las costumbres de la Baronesa, le preguntó qué médico le había impuesto semejante régimen de ostras y champagne. Cuentan que la mirada de desprecio de Isak Dinesen no se había visto nunca en aquel país: "¿Médico?", dijo. "Los médicos están horrorizados, pero a mí me encanta el champagne y me encantan las ostras y me sientan bien." Miller aún se atrevió a decir algo sobre las proteínas, y al parecer la nueva mirada de desprecio es seguro que no volverá a verse en suelo americano: "No sé nada de eso", fue la respuesta, "pero soy vieja y como lo que quiero". Con Marilyn Monroe la Baronesa se llevó mucho mejor.

Vidas escritas, Javier Marías

La baronesa, que pesa como una pluma y es tan frágil como un puñado de conchas, recibe a sus visitantes en un salón amplio y resplandeciente, salpicado de perros dormidos y calentado por una chimenea y una estufa de porcelana; en el salón, como una creación imponente surgida de sus propios cuentos góticos, está sentada ella, cubierta de peludas pieles de lobo y tweeds británicos, con botas de piel, medias de lana en sus piernas, delgadas como los muslos de un hortelano, y frágiles bufandas de color lila rodeando su redondo cuello, que un anillo sería capaz de abarcar. El tiempo ha refinado esta leyenda que ha vivido las aventuras de un hombre con nervios de acero: ha matado leones que embestían y búfalos enfurecidos, ha trabajado en una granja africana, ha sobrevolado el Kilimanjaro en los primeros aviones, tan peligrosos, ha curado a los masai. El tiempo la ha reducido a una esencia, igual que una uva se convierte en pasa o una rosa en perfume. Inmediatamente, aun en el caso de que uno no conozca su pasado, se da cuenta de que es la vraie chose, todo un personaje. Un rostro tan facetado, cuyos prismas desprenden un orgulloso centelleo de inteligencia y educada compasión, es decir, de sabiduría, no puede ser una ocurrencia accidental. Tampoco esos ojos, con khol en los párpados profundos, como animales de terciopelo acurrucados en una cueva, son posesión de mujeres comunes.
A los visitantes a quienes invita a tomar el té, la baronesa les sirve una merienda muy completa: primero jerez, y después tostadas, mermeladas surtidas, paté, hígado a la parrilla, crêpes con gusto a naranja. Pero la anfitriona no comparte la comida, no está bien; no come nada, nada en absoluto, oh, tal vez una ostra, una fresa, una copa de champán. En lugar de comer, habla, y como todas las artistas, y por cierto todas las antiguas beldades, es lo suficientemente egocéntrica para disfrutar de sí misma como tema de conversación.
Sus labios, con un leve toque de pintura, se tuercen en una sonrisa oblicua de contorno más bien paralítico, y en un inglés rico en inflexiones británicas, dice: “Ah, sí, esta posada podría contar una infinidad de historias. (…)”

Retratos, Truman Capote

Nos instalamos en el Angleterre Hotel, que parecía Versalles después de doce días en sombríos hoteles rusos, y decidimos concertar una visita con uno de sus ídolos literarios, y mío también, Isak Dinesen. Él la había visitado una vez antes en Rungstedlund, su casa en el campo; aparentemente había sido un gran éxito, porque ella ahora estaba feliz de invitarle a tomar el té.
Su casa en el Mar Báltico era preciosa y sencilla, situada en un espacio abierto de tierra. Una dama nos recibió, y allí, sentada como un anciano Mandarín, estaba la Baronesa, diminuta, de huesos frágiles, y extremadamente delicada. Su rostro era esquelético; la vida estaba enteramente en sus ojos, que eran dos dardos de fuego negro. Te taladraban, casi desprovistos de pupilas o expresión.
Me senté en fascinado silencio, tan sólo escuchando a Truman y a la Baronesa. En un momento dado, cuando discutían el trabajo de un escritor en particular, ella dijo, “hay sólo tres elementos sobre los que escribir –aire, fuego y agua- y ese texto [cualquiera que fuese] no tiene bastante aire, bastante espacio, bastante cielo. No creo que sea realmente tan bueno, ¿y Ud. Mr. Capote?”
Cuando Truman y yo estábamos marchándonos la Baronesa Blixen preguntó si había algo que ella pudiera hacer para aumentar mi disfrute de su país. “Esto sonará muy, muy trillado y muy americano,” dije, “pero lo que me gustaría tener más que ninguna otra cosa es una copia de Out of Africa, con una dedicatoria.”
Al día siguiente, recibí una copia dedicada “A Nancy Hawks, en memoria de su visita a Rungstedlund, Mis mejores deseos, Karen Blixen.” El nombre era incorrecto, pero no importaba, yo estaba encantada igualmente. Un día después, recibí una segunda copia. Esta vez escribió, «A Nancy Hayward, en memoria de su visita a Rungstedlund, “aquel que no comete errores, raramente hace nada.”» La delicadeza y atención al detalle de sus modales me impresionaron casi tan profundamente como su escritura.

Slim: Memories of a Rich and Imperfect Life, Slim Keith with Annette Tapert
(Traducción hecha por mí)


Durante su visita a EEUU Dinesen contó a sus anfitriones que los cuatro americanos que más deseaba conocer eran Ernest Hemingway, E.E. Cummings, Carson McCullers y Marilyn Monroe.  Hemingway estaba fuera del país, pero se consiguió arreglar que Cummings la escoltase a una cena en la que ella era huésped de honor. En esta cena se sentó al lado de Carson McCullers y se entendieron muy bien por su mutua admiración. Y como narra Marías en el primer texto Carson McCullers arregló la comida en la que Isak Dinesen conoció a Marilyn Monroe y Arthur Miller. A juzgar por la sexta foto con Miller no se llevó tan mal.

El último texto es de Nancy "Slim" Keith todo un personaje que inspiró a su marido Howard Hawks la “Slim” de la película “Tener y no tener” de tal suerte que Lauren Bacall fue modelada a su imagen y semejanza. Cortejada por Clark Gable y Ernest Hemingway fue también muy amiga de Truman Capote. Amistad que terminó cuando Capote realizó un retrato poco favorecedor de Slim en “Plegarias atendidas”.

Slim Keith estuvo casada primero con el director de cine Howard Hawks y luego con el agente Leland Hayward, de ahí la confusión en la dedicatoria. De las visitas de Truman Capote a Karen Blixen no se conservan testimonios gráficos o al menos yo no los he encontrado. Una pena, pero bueno en la penúltima foto aparecen los otros participantes del té Truman Capote y Slim Keith con Sam Spiegel (productor entre otras películas de “De repente el último verano” y “La reina de África”) y en la última aparecen Slim Keith, Ernest Hemingway y Lauren Bacall.

Mi personaje favorito de Capote



Caminé durante media hora sin avistar casa alguna. Entonces, nada más salir del camino, vi una casita de madera con un porche y una ventana alumbrada por una lámpara. De puntillas, entré en el porche y me asomé a la ventana; una mujer mayor, de suave cabellera blanca y cara redonda y agradable, estaba sentada ante una chimenea leyendo un libro. Había un gato acurrucado en su regazo, y otros dormitaban a sus pies.
Llamé a la puerta y, cuando la abrió, dije mientras me castañeteaban los dientes:
—Siento molestarla, pero he tenido una especie de accidente; me pregunto si podría utilizar su teléfono para llamar a un taxi.
—¡Oh, vaya! —exclamó ella, sonriendo—. Me temo que no tenga teléfono. Soy demasiado pobre. Pero pase, por favor. —Y al franquear yo la puerta y entrar en la acogedora habitación, añadió—: ¡Válgame Dios! Está usted helado, muchacho. ¿Quiere que haga café? ¿Una taza de té? Tengo un poco de whisky que dejó mi marido; murió hace seis años.
Dije que un poco de whisky me vendría muy bien.
Mientras ella iba a buscarlo, me calenté las manos en el fuego y eché un vistazo a la habitación. Era un sitio alegre, ocupado por seis o siete gatos de especies callejeras y de diversos colores. Miré el título del libro que la señora Kelly —pues así se llamaba, como me enteré más tarde— estaba leyendo: era Emma, de Jane Austen, una de mis escritoras favoritas.
Cuando la señora Kelly volvió con un vaso con hielo y una polvorienta media botella de bourbon, dijo:
—Siéntese, siéntese. No disfruto de compañía a menudo. Claro que estoy con mis gatos. En cualquier caso, ¿se quedará a dormir? Tengo un precioso cuartito de huéspedes que está esperando a uno desde hace muchísimo tiempo. Por la mañana podrá usted caminar hasta la carretera y conseguir que lo lleven al pueblo, y allí encontrará un garaje donde le arreglen el coche. Está a unas cinco millas.
Me pregunté, en voz alta, cómo es que podía vivir de manera tan aislada, sin medio de transporte y sin teléfono; me dijo que su buen amigo, el cartero, se ocupaba de todo lo que ella necesitaba comprar.
—Albert. ¡Es realmente tan encantador y tan fiel! Pero se jubila el año que viene. No sé lo que haré después. Aunque algo se presentará. Quizá un nuevo y amable cartero. Dígame, ¿qué clase de accidente ha tenido usted exactamente?
Cuando le expliqué la verdad del caso, me respondió, indignada:
—Hizo usted exactamente lo que debía. Yo no pondría el pie en un coche con un hombre que hubiera olido una copa de jerez. Así es como perdí a mi marido. Casados durante cuarenta años, cuarenta felices años, y lo perdí porque un conductor borracho lo atropello. Si no fuera por mis gatos...
Acarició a una gata de color anaranjado que ronroneaba en su regazo.
Hablamos ante el fuego hasta que se me cansaron los ojos. Hablamos de Jane Austen («Ah, Jane. Mi tragedia es que he leído sus libros tan a menudo que me los sé de memoria») y de otros autores admirados: Thoreau, Willa Cather, Dickens, Lewis Carroll, Agatha Christie, Raymond Chandler, Hawthorne, Chejov, Maupassant. Era una mujer de mente sana y variada; la inteligencia iluminaba sus ojos de color de avellana, igual que la lamparita brillaba encima de la mesa, a su lado. Hablamos de los crudos inviernos de Connecticut, de políticos, de lugares lejanos («Nunca he estado en el extranjero, pero si alguna vez tengo oportunidad, África sería el lugar a donde iría. A veces he soñado con ella, las verdes colinas, el calor, las hermosas jirafas, los elefantes andando por ahí»), de religión («Me educaron como católica, por supuesto, pero ahora, casi siento decirlo, tengo una mentalidad abierta. Demasiadas lecturas, quizá»), de horticultura («Cultivo y conservo todos mis verduras; por necesidad»). Finalmente:
—Disculpe mi cháchara. No puede figurarse el gran placer que me proporciona. Pero ya pasa de su hora de acostarse. Y noto que es la mía.
Una luz en una ventana, Truman Capote (Música para camaleones)