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Caprichos


El de la Rollona (Capricho 4)
La negligencia, la tolerancia y el mimo hacen a los niños antojadizos, obstinados, soberbios, golosos, periotosos e insufribles; llegan a grandes y son niños todavía. Tal el de la Rollona.

Se quebró el cantaro (Capricho 25)
Hay madres que rompen a sus hijos el culo a zapatazos si quiebran un cantaro, y no le castigaran por un verdadero delito.

Se repulen  (Capricho 51)
Los empleados que roban al estado, se ayudan y sostienen unos a otros. El Jefe de ellos levanta esguido su cuello y les hace sombra con sus alas monstruosas.

Nadie se conoce (Capricho 6)
El mundo es una máscara, el rostro, el traje y la voz todo es fingido; todos quieren aparentar lo que no son, todos se engañan y nadie se conoce.

Francisco de Goya

No es mi pintor favorito, pero era un genio y los Caprichos han sido fuente de inspiración para muchos artistas. Algunos critican los vicios de su tiempo y se han quedado desfasados ahora, otros no.

Arquitectura y personajes








"Era medieval. Como una estatua gótica. Alto y refinado, con hombros que parecían mantenerse cuadrados gracias a un esfuerzo de voluntad, y cabeza un poco más inclinada hacia lo alto del nivel habitual de la visión, semejaba a esos santos exigentes que guardan los pórticos de las catedrales francesas. Bien educado, bien dotado de cuerpo e intelecto, seguía atrapado por cierto demonio que el mundo moderno conoce como egocentrismo, y al que los medievales, con visión menos precisa, veneraban como ascetismo. Una estatua gótica implica celibato, de la misma manera que otra griega implica goce, y quizá fuera eso lo que el señor Beebe quería decir."

Una habitación con vistas, E. M. Forster


"Otros setos de boj, más densos y altos, formaban un amplio óvalo recortado por nichos e interrumpido por estatuas; en el centro, dominando todo aquel espléndido panorama, se erguía la fuente, una fuente de las que uno espera encontrar en una piazza del sur de Italia; una fuente que, en efecto, fue descubierta allí hacía un siglo por un antepasado de Sebastian; descubierta, comprada, importada y reedificada en una tierra extraña aunque no hostil."
(…)
"Desde los días en que, de escolar, solía pasear en bicicleta por las parroquias cercanas a mi casa para obtener calcos de las inscripciones de bronce y fotografiar las pilas bautismales, había abrigado amor por la arquitectura y, aunque intelectualmente había realizado ese salto fácil que va desde el puritanismo de Ruskin al puritanismo de Roger Fry, en el fondo de mi corazón mis sentimientos eran insulares y medievales.
Así me convertí al barroco. Bajo aquella cúpula alta e insolente, bajo los techos artesonados, mientras paseaba por los arcos y frontones rotos hasta la sombra de las columnas, quedándome, hora tras hora, ante la fuente, interrogando a las sombras, trazando sus ecos persistentes, regocijándome con sus recargadas proezas de temeridad e inventiva, sentí como dentro de mí se desarrollaba un sistema nervioso totalmente nuevo, como si el agua que salía a chorros burbujeante de entre sus piedras fuera en verdad un manantial vivificador."

Retorno a Brideshead, Evelyn Waugh


"De hecho uno de sus planes, si Roberta se hubiera quedado en París durante las vacaciones, habría sido llevarla a Amiens, que según un libro que estaba leyendo era el Partenón del gótico. Enterarse de que era una fanática del románico fue otra sorpresa desagradable. Peter era fiel al gótico, que consideraba un descubrimiento personal, y además el hecho de que hubiera mucho en los alrededores, fácilmente accesible desde París en excursiones de ida y vuelta en un día, era para él un mérito adicional. No tenía nada en contra del románico, como lo demostraba que le gustara tanto Gislebertus, pero una chica que no sabía apreciar el gótico, probablemente tampoco apreciaría a Peter Levi, con su alta forma atenuada y sus enloquecidos vuelos."

Pájaros de América, Mary McCarthy

1 Daniel Day-Lewis en “Una habitación con vistas”
2 Catedral de Amiens
3 Museos Vaticanos (Roma) hecha por mí
4 Brideshead Revisited
5 Castle Howard
6 Piazza Navona (Roma) hecha por mí

Borromini y Bernini






El único inconveniente de aquel excéntrico Borromini era que muchas veces tenías que ver también a Bernini, su cruel rival en el mundo de entonces, a su lado, combinado con él u observándolo con desdén, como en la fuente de la Piazza Navona, donde se dice que el Nilo se cubre la cara para no tener que mirar la “inestable” fachada de Sant´Agnese, y el Plata levanta la mano tembloroso para impedir que se caiga, como esas fotos que se hacen los turistas agarrando la torre de Pisa. Peter detestaba a Bernini y le hacía la higa cuando no lo veían. Personalmente no encontraba nada que objetar en las proporciones de Sant´Agnese, salvo que la estatua de la santa señalándose el pecho con el dedo estaba colgada en un extremo de la balaustrada en lugar de en el centro: ¿Dónde estaban los otros “errores” que a Bernini le parecían tan ridículos? Compró una de esas postales de tamaño gigante y se la envió a Bob, con una flecha que señalaba la iglesia y el mensaje: “¿Qué tiene de malo esta fachada? Por favor, infórmame. Peter”.
Había empezado a comprar catálogos, postales, grandes reproducciones en papel cuché; invirtió en una historia de la arquitectura de bolsillo, en un espejito para ver los frescos de la Capilla Sixtina, en una agenda y en un diario en el que anotaba sus reflexiones. Incluso deseó tener una cámara fotográfica. O saber dibujar. Aunque antes solía censurarle a su madre que se gastara el dinero en postales y le decía que debía confiar en su memoria, se quedó muy compungido al ver que en Anderson´s sólo tenían una mísera reproducción de los maravillosos ángeles que parecen anidar en las bóvedas de San Giovanni in Laterano. Esperaba encontrar un montón de particolari donde escoger, que le recordaran, de vuelta en París, la mañana que descubrió aquel fantástico aviario de querubines y poco le faltó para desmayarse de gusto.
De no ser por Borromini, Peter no estaba seguro de que le gustara el barroco y se preguntaba si las razones por las que le gustaba no serían, para alguien como Bob, espurias: las sedosas criaturas simétricas que ponía por todos lados, de pie en los campanarios, anidadas en los techos abovedados, ocultas en los gallones, disimuladas en las columnas u observando desde los frontones. A Borromini debían de gustarle las alas, pues por lo general les ponía dos pares a sus ángeles, como pequeñas piezas de ropa, uno abierto y el otro cerrado. Y también debían de gustarle las estrellas, las plantas, las hojas, las flores, las bellotas. Peter había llegado a apreciar profundamente esa delicada manera de rimar lo cóncavo y lo convexo, que parecía ser el “lenguaje” del maestro, y el movimiento de la escayola, como si fuera una cinta, alrededor de las ventanas, que le recordaba a cuando su madre glaseaba los pasteles, el azúcar formando volutas en el cuchillo antes de ser extendida. Le parecía leer mensajes codificados de la Madre Naturaleza en las cabezas gigantes de los halcones de ojos adustos (con pechos de mujer) que coronaban los pilares del Palazzo Falconieri y en las bellotas que colgaban como pendientes en la Sapienza y en el Colegio de Propaganda Fide, perforando pequeños agujeros en la carne de piedra. El tipo debía tener un extraño sentido del humor. Sin embargo, Bob le había contado que se había suicidado.

Pájaros de América, Mary McCarthy

Mary McCarthy además de haber escrito dos libros sobre ciudades italianas, “Piedras de Florencia” y “Venecia observada” escribe prolijamente sobre Roma en “Pájaros de América”. Su protagonista Peter Levi tiene igual que yo preferencia por el gótico y obsesión por la ética (en su caso Kantiana). Cuando leí la novela me empecé por tanto a interesar por el arquitecto barroco Borromini (sin tanta pasión como Peter y sin despreciar a Bernini). Me dirigí a la biblioteca para buscar algún libro sobre él y encontré que el libro que tenían lo había escrito nada menos que Anthony Blunt. De Blunt he leído incluso la biografía porque otro de los temas en los que me ha gustado indagar desde hace muchos años son los cinco espías de Cambridge:. Más sobre ellos aquí:


Al final todos los caminos conducen a Roma.

El reino de este mundo





Una noche en que Solimán y la piamontesa habían quedado solos en la cocina por lo tardío de la hora, el negro, muy ebrio, quiso aventurarse más allá de las estancias destinadas al servicio. Luego de seguir un largo corredor, desembocaron a un patio inmenso, de mármoles azulados por la luna. Dos columnazas superpuestas encuadraban ese patio, proyectando, a media pared, el perfil de los capiteles. Alzando y bajando el farol de andar por las calles, la piamontesa descubrió a Solimán el mundo de estatuas que poblaba una de las galerías laterales. Todas mujeres desnudas, aunque casi siempre provistas de velos justamente llevados por una brisa imaginaria, a donde los reclamara la decencia. Había muchos animales, además, puesto que algunas de esas señoras anidaban un cisne entre los brazos, se abrazaban al cuello de un toro, saltaban entre lebreles o huían de hombres bicorne, con las patas de chivo, que algún parentesco debían de tener con el diablo. Era todo un mundo blanco, frío, inmóvil, pero cuyas sombras se animaban y crecían, a la luz del farol, como si todas aquellas criaturas de ojos en sombras, que miraban sin mirar, giraran en torno a los visitantes de media noche. Con el don que tienen los borrachos de ver cosas terribles con el rabillo del ojo, Solimán creyó advertir que una de las estatuas había bajado un poco el brazo. Algo inquieto, arrastró a la piamontesa hacia una escalera que conducía a los altos. Ahora eran pinturas las que parecían salir de la pared y animarse. De pronto, era un joven sonriente que alzaba una cortina; era un adolescente, coronado de pámpanos, que se llevaba a los labios un caramillo silencioso, o sellaba su propia boca con el índice. Después de atravesar una galería adornada por espejos sobre cuyas lunas habían pintado flores al óleo, la camarera, haciendo un gesto pícaro, abrió una estrecha puerta de nogal, bajando el farol.
En el fondo de aquel pequeño gabinete había una sola estatua. La de una mujer totalmente desnuda, recostada en un lecho, que parecía ofrecer una manzana. Tratando de encontrarse en el desorden del vino, Solimán se acercó a la estatua con pasos inseguros. La sorpresa había asentado un poco su ebriedad. El conocía aquel semblante; y también el cuerpo, el cuerpo todo, le recordaba algo. Palpó el mármol ansiosamente, con el olfato y la vista metidos en el tacto. Sopesó los senos. Paseó una de sus palmas, en redondo sobre el vientre, deteniendo el meñique en la marca del ombligo. Acarició el suave hundimiento del espinazo, como para volcar la figura. Sus dedos buscaron la redondez de las caderas, la blandura de la corva, la tersura del pecho. Aquel viaje de las manos le refrescó la memoria trayendo imágenes de muy lejos. El había conocido en otros tiempos aquel contacto. Con el mismo movimiento circular había aliviado este tobillo, inmovilizado un día por el dolor de una torcedura. La materia era distinta, pero las formas eran las mismas. Recordaba, ahora, las noches de miedo, en la Isla de La Tortuga, cuando un general francés agonizaba detrás de una puerta cerrada. Recordaba a la que se hacía rascar la cabeza para dormirse. Y, de pronto, movido por una imperiosa rememoración física, Solimán comenzó a hacer los gestos del masajista, siguiendo camino de los músculos, el relieve de los tendones, frotando la espalda de adentro a afuera, tentando los pectorales con el pulgar, percutiendo aquí y allá. Pero, súbitamente, la frialdad del mármol, subida a sus muñecas como tenazas de muerte, lo inmovilizó en un grito. El vino giró sobre sí mismo. Esa estatua teñida de amarillo por la luz del farol, era el cadáver de Paulina Bonaparte. Un cadáver recién endurecido, recién despojado de pálpito y de mirada, al que tal vez era tiempo todavía de hacer regresar a la vida. Con voz terrible, como si su pecho se desgarrara el negro comenzó a dar llamadas grandes llamadas, en la vastedad del Palacio Boghese. Y tan primitiva se hizo su estampa, tanto golpearon sus talones en el piso, haciendo de la capilla de abajo cuerpo de tambor, que la piamontesa, horrorizada, huyó escaleras abajo, dejando a Solimán de cara a cara con la Venus de Canova.

El reino de este mundo, Alejo Carpentier

NOTA: Solimán es un esclavo masajista que Pauline (hermana de Napoleón, primero esposa del general Leclerc y luego de Camillo, príncipe Borguese) tiene en Haití. Lleva a cabo rituales de vudú para ella con el fin de curar a su esposo el general Leclerc, que ha contraído la fiebre amarilla. Solimán termina en Europa donde se cruza con la estatua de Pauline que le conduce a la locura, al final morirá de malaria.
Pauline Bonaparte como Venus Victrix se encuentra en la Galería Borguese en Roma.

Ornamento y delito









"El embrión humano pasa, en el claustro materno, por todas las fases evolutivas del reino animal. Cuando nace un ser humano, sus impresiones sensoriales son iguales a las de un perro recién nacido. Su infancia pasa por todas las transformaciones que corresponden a aquellas por las que pasó la historia del género humano. A los dos años, lo ve todo como si fuera un papúa. A los cuatro, como un germano. A los seis, como Sócrates y a los ocho como Voltaire. Cuando tiene ocho años, percibe el violeta, color que fue descubierto en el siglo XVIII, pues antes el violeta era azul y el púrpura era rojo. El físico señala que hay otros colores, en el espectro solar, que ya tienen nombres, pero el comprenderlo se reserva al hombre del futuro.
El niño es amoral. El papúa también lo es para nosotros. El papúa despedaza a sus enemigos y los devora. No es un delincuente, pero cuando el hombre moderno despedaza y devora a alguien entonces es un delincuente o un degenerado. El papúa se hace tatuajes en la piel, en el bote que emplea, en los remos, en fin, en todo lo que tiene a su alcance. No es un delincuente. El hombre moderno que se tatúa es un delincuente o un degenerado. Hay cárceles donde un 80 % de los detenidos presentan tatuajes. Los tatuados que no están detenidos son criminales latentes o aristócratas degenerados. Si un tatuado muere en libertad, esto quiere decir que ha muerto unos años antes de cometer un asesinato.
El impulso de ornamentarse el rostro y cuanto se halle alcance es el primer origen de las artes plásticas. Es el primer balbuceo de la pintura. Todo arte es erótico.
El primer ornamento que surgió, la cruz, es de origen erótico. La primera obra de arte, la primera actividad artística que el artista pintarrajeó en la pared, fue para despojarse de sus excesos. Una raya horizontal: la mujer yacente. Una raya vertical: el hombre que la penetra. El que creó esta imagen sintió el mismo impulso que Beethoven, estuvo en el mismo cielo en el que Beethoven creó la Novena Sinfonía.
Pero el hombre de nuestro tiempo que, a causa de un impulso interior, pintarrajea las paredes con símbolos eróticos, es un delincuente o un degenerado. Obvio es decir que en los retretes es donde este impulso invade del modo más impetuoso a las personas con tales manifestaciones de degeneración. Se puede medir el grado de civilización de un país atendiendo a la cantidad de garabatos que aparezcan en las paredes de sus retretes.
En el niño, garabatear es un fenómeno natural; su primera manifestación artística es llenar las paredes con símbolos eróticos. Pero lo que es natural en el papúa y en el niño, resulta en el hombre moderno un fenómeno de degeneración. Descubrí lo siguiente y lo comuniqué al mundo: La evolución cultural equivale a la eliminación del ornamento del objeto usual. Creí con ello proporcionar a la humanidad algo nuevo con lo que alegrarse, pero la humanidad no me lo ha agradecido. Se pusieron tristes y su ánimo decayó. Lo que les preocupaba era saber que no se podía producir un ornamento nuevo. ¿Cómo, lo que cada negro sabe, lo que todos los pueblos y épocas anteriores a nosotros han sabido, no sería posible para nosotros, hombres del siglo XIX? Lo que el género humano había creado miles de años atrás sin ornamentos fue despreciado y se destruyó."
(…)

Ornamento y delito, Adolf Loos (1908)

Ensayo completo en:
http://www.paperback.es/articulos/loos/ornato.pdf 

Adolf Loos era un arquitecto austriaco conocido por sus ensayos y su influencia en la arquitectura moderna. He aportado el comienzo de su famoso ensayo “Ornamento y delito” no porque esté de acuerdo con él, sino porque sus polémicas opiniones dan para la reflexión.  Loos sostenía que la arquitectura y los objetos en general tenían que ser funcionales y sin ornamentos. Fundamentaba su posición en motivos éticos, estéticos y económicos.
Contrariamente a lo que se puede suponer leyendo el ensayo no se oponía a toda ornamentación, sólo a la superflua. Aunque sus casas exteriormente son de líneas extremadamente simples, sus interiores y sus diseños de mobiliario son bastante elaborados. Eso sí, se basa más en la riqueza de los materiales; madera, mármol etc. que en la labrado de las piezas. No utilizaba mobiliario moderno de diseño, sino mobiliario inglés( y a veces sillas Thonet) con alfombras orientales.
Sin duda las ideas de Loos influenciaron a los arquitectos modernos que han llegado mucho más lejos. Otras voces se han alzado contra la monotonía de la línea recta (la única que no está presente en la naturaleza) y señalan a Loos como el culpable del odio al ornamento que ha prevalecido en la arquitectura de casi todo el siglo XX.

Los edificios e interiores de las fotos del 1 al 8 son de Adolf Loos.
En las fotos 9 y 10 el edificio de la Secesión de Viena del movimiento modernista al que tanto se oponía Loos. Sobre la entrada la leyenda “A cada tiempo su arte, y a cada arte su libertad” (Der Zeit ihre Kunst, der Kunst ihre Freiheit).