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Visitas a Karen Blixen










Cuando Isak Dinesen expresó su deseo de conocer a Marilyn Monroe, la novelista Carson McCullers pudo arreglar un encuentro, y, en un famoso almuerzo, las tres mujeres mencionadas compartieron la mesa con Arthur Miller, el marido por antonomasia, quien, sorprendido por las costumbres de la Baronesa, le preguntó qué médico le había impuesto semejante régimen de ostras y champagne. Cuentan que la mirada de desprecio de Isak Dinesen no se había visto nunca en aquel país: "¿Médico?", dijo. "Los médicos están horrorizados, pero a mí me encanta el champagne y me encantan las ostras y me sientan bien." Miller aún se atrevió a decir algo sobre las proteínas, y al parecer la nueva mirada de desprecio es seguro que no volverá a verse en suelo americano: "No sé nada de eso", fue la respuesta, "pero soy vieja y como lo que quiero". Con Marilyn Monroe la Baronesa se llevó mucho mejor.

Vidas escritas, Javier Marías

La baronesa, que pesa como una pluma y es tan frágil como un puñado de conchas, recibe a sus visitantes en un salón amplio y resplandeciente, salpicado de perros dormidos y calentado por una chimenea y una estufa de porcelana; en el salón, como una creación imponente surgida de sus propios cuentos góticos, está sentada ella, cubierta de peludas pieles de lobo y tweeds británicos, con botas de piel, medias de lana en sus piernas, delgadas como los muslos de un hortelano, y frágiles bufandas de color lila rodeando su redondo cuello, que un anillo sería capaz de abarcar. El tiempo ha refinado esta leyenda que ha vivido las aventuras de un hombre con nervios de acero: ha matado leones que embestían y búfalos enfurecidos, ha trabajado en una granja africana, ha sobrevolado el Kilimanjaro en los primeros aviones, tan peligrosos, ha curado a los masai. El tiempo la ha reducido a una esencia, igual que una uva se convierte en pasa o una rosa en perfume. Inmediatamente, aun en el caso de que uno no conozca su pasado, se da cuenta de que es la vraie chose, todo un personaje. Un rostro tan facetado, cuyos prismas desprenden un orgulloso centelleo de inteligencia y educada compasión, es decir, de sabiduría, no puede ser una ocurrencia accidental. Tampoco esos ojos, con khol en los párpados profundos, como animales de terciopelo acurrucados en una cueva, son posesión de mujeres comunes.
A los visitantes a quienes invita a tomar el té, la baronesa les sirve una merienda muy completa: primero jerez, y después tostadas, mermeladas surtidas, paté, hígado a la parrilla, crêpes con gusto a naranja. Pero la anfitriona no comparte la comida, no está bien; no come nada, nada en absoluto, oh, tal vez una ostra, una fresa, una copa de champán. En lugar de comer, habla, y como todas las artistas, y por cierto todas las antiguas beldades, es lo suficientemente egocéntrica para disfrutar de sí misma como tema de conversación.
Sus labios, con un leve toque de pintura, se tuercen en una sonrisa oblicua de contorno más bien paralítico, y en un inglés rico en inflexiones británicas, dice: “Ah, sí, esta posada podría contar una infinidad de historias. (…)”

Retratos, Truman Capote

Nos instalamos en el Angleterre Hotel, que parecía Versalles después de doce días en sombríos hoteles rusos, y decidimos concertar una visita con uno de sus ídolos literarios, y mío también, Isak Dinesen. Él la había visitado una vez antes en Rungstedlund, su casa en el campo; aparentemente había sido un gran éxito, porque ella ahora estaba feliz de invitarle a tomar el té.
Su casa en el Mar Báltico era preciosa y sencilla, situada en un espacio abierto de tierra. Una dama nos recibió, y allí, sentada como un anciano Mandarín, estaba la Baronesa, diminuta, de huesos frágiles, y extremadamente delicada. Su rostro era esquelético; la vida estaba enteramente en sus ojos, que eran dos dardos de fuego negro. Te taladraban, casi desprovistos de pupilas o expresión.
Me senté en fascinado silencio, tan sólo escuchando a Truman y a la Baronesa. En un momento dado, cuando discutían el trabajo de un escritor en particular, ella dijo, “hay sólo tres elementos sobre los que escribir –aire, fuego y agua- y ese texto [cualquiera que fuese] no tiene bastante aire, bastante espacio, bastante cielo. No creo que sea realmente tan bueno, ¿y Ud. Mr. Capote?”
Cuando Truman y yo estábamos marchándonos la Baronesa Blixen preguntó si había algo que ella pudiera hacer para aumentar mi disfrute de su país. “Esto sonará muy, muy trillado y muy americano,” dije, “pero lo que me gustaría tener más que ninguna otra cosa es una copia de Out of Africa, con una dedicatoria.”
Al día siguiente, recibí una copia dedicada “A Nancy Hawks, en memoria de su visita a Rungstedlund, Mis mejores deseos, Karen Blixen.” El nombre era incorrecto, pero no importaba, yo estaba encantada igualmente. Un día después, recibí una segunda copia. Esta vez escribió, «A Nancy Hayward, en memoria de su visita a Rungstedlund, “aquel que no comete errores, raramente hace nada.”» La delicadeza y atención al detalle de sus modales me impresionaron casi tan profundamente como su escritura.

Slim: Memories of a Rich and Imperfect Life, Slim Keith with Annette Tapert
(Traducción hecha por mí)


Durante su visita a EEUU Dinesen contó a sus anfitriones que los cuatro americanos que más deseaba conocer eran Ernest Hemingway, E.E. Cummings, Carson McCullers y Marilyn Monroe.  Hemingway estaba fuera del país, pero se consiguió arreglar que Cummings la escoltase a una cena en la que ella era huésped de honor. En esta cena se sentó al lado de Carson McCullers y se entendieron muy bien por su mutua admiración. Y como narra Marías en el primer texto Carson McCullers arregló la comida en la que Isak Dinesen conoció a Marilyn Monroe y Arthur Miller. A juzgar por la sexta foto con Miller no se llevó tan mal.

El último texto es de Nancy "Slim" Keith todo un personaje que inspiró a su marido Howard Hawks la “Slim” de la película “Tener y no tener” de tal suerte que Lauren Bacall fue modelada a su imagen y semejanza. Cortejada por Clark Gable y Ernest Hemingway fue también muy amiga de Truman Capote. Amistad que terminó cuando Capote realizó un retrato poco favorecedor de Slim en “Plegarias atendidas”.

Slim Keith estuvo casada primero con el director de cine Howard Hawks y luego con el agente Leland Hayward, de ahí la confusión en la dedicatoria. De las visitas de Truman Capote a Karen Blixen no se conservan testimonios gráficos o al menos yo no los he encontrado. Una pena, pero bueno en la penúltima foto aparecen los otros participantes del té Truman Capote y Slim Keith con Sam Spiegel (productor entre otras películas de “De repente el último verano” y “La reina de África”) y en la última aparecen Slim Keith, Ernest Hemingway y Lauren Bacall.

Arquitectura y personajes








"Era medieval. Como una estatua gótica. Alto y refinado, con hombros que parecían mantenerse cuadrados gracias a un esfuerzo de voluntad, y cabeza un poco más inclinada hacia lo alto del nivel habitual de la visión, semejaba a esos santos exigentes que guardan los pórticos de las catedrales francesas. Bien educado, bien dotado de cuerpo e intelecto, seguía atrapado por cierto demonio que el mundo moderno conoce como egocentrismo, y al que los medievales, con visión menos precisa, veneraban como ascetismo. Una estatua gótica implica celibato, de la misma manera que otra griega implica goce, y quizá fuera eso lo que el señor Beebe quería decir."

Una habitación con vistas, E. M. Forster


"Otros setos de boj, más densos y altos, formaban un amplio óvalo recortado por nichos e interrumpido por estatuas; en el centro, dominando todo aquel espléndido panorama, se erguía la fuente, una fuente de las que uno espera encontrar en una piazza del sur de Italia; una fuente que, en efecto, fue descubierta allí hacía un siglo por un antepasado de Sebastian; descubierta, comprada, importada y reedificada en una tierra extraña aunque no hostil."
(…)
"Desde los días en que, de escolar, solía pasear en bicicleta por las parroquias cercanas a mi casa para obtener calcos de las inscripciones de bronce y fotografiar las pilas bautismales, había abrigado amor por la arquitectura y, aunque intelectualmente había realizado ese salto fácil que va desde el puritanismo de Ruskin al puritanismo de Roger Fry, en el fondo de mi corazón mis sentimientos eran insulares y medievales.
Así me convertí al barroco. Bajo aquella cúpula alta e insolente, bajo los techos artesonados, mientras paseaba por los arcos y frontones rotos hasta la sombra de las columnas, quedándome, hora tras hora, ante la fuente, interrogando a las sombras, trazando sus ecos persistentes, regocijándome con sus recargadas proezas de temeridad e inventiva, sentí como dentro de mí se desarrollaba un sistema nervioso totalmente nuevo, como si el agua que salía a chorros burbujeante de entre sus piedras fuera en verdad un manantial vivificador."

Retorno a Brideshead, Evelyn Waugh


"De hecho uno de sus planes, si Roberta se hubiera quedado en París durante las vacaciones, habría sido llevarla a Amiens, que según un libro que estaba leyendo era el Partenón del gótico. Enterarse de que era una fanática del románico fue otra sorpresa desagradable. Peter era fiel al gótico, que consideraba un descubrimiento personal, y además el hecho de que hubiera mucho en los alrededores, fácilmente accesible desde París en excursiones de ida y vuelta en un día, era para él un mérito adicional. No tenía nada en contra del románico, como lo demostraba que le gustara tanto Gislebertus, pero una chica que no sabía apreciar el gótico, probablemente tampoco apreciaría a Peter Levi, con su alta forma atenuada y sus enloquecidos vuelos."

Pájaros de América, Mary McCarthy

1 Daniel Day-Lewis en “Una habitación con vistas”
2 Catedral de Amiens
3 Museos Vaticanos (Roma) hecha por mí
4 Brideshead Revisited
5 Castle Howard
6 Piazza Navona (Roma) hecha por mí

Borromini y Bernini






El único inconveniente de aquel excéntrico Borromini era que muchas veces tenías que ver también a Bernini, su cruel rival en el mundo de entonces, a su lado, combinado con él u observándolo con desdén, como en la fuente de la Piazza Navona, donde se dice que el Nilo se cubre la cara para no tener que mirar la “inestable” fachada de Sant´Agnese, y el Plata levanta la mano tembloroso para impedir que se caiga, como esas fotos que se hacen los turistas agarrando la torre de Pisa. Peter detestaba a Bernini y le hacía la higa cuando no lo veían. Personalmente no encontraba nada que objetar en las proporciones de Sant´Agnese, salvo que la estatua de la santa señalándose el pecho con el dedo estaba colgada en un extremo de la balaustrada en lugar de en el centro: ¿Dónde estaban los otros “errores” que a Bernini le parecían tan ridículos? Compró una de esas postales de tamaño gigante y se la envió a Bob, con una flecha que señalaba la iglesia y el mensaje: “¿Qué tiene de malo esta fachada? Por favor, infórmame. Peter”.
Había empezado a comprar catálogos, postales, grandes reproducciones en papel cuché; invirtió en una historia de la arquitectura de bolsillo, en un espejito para ver los frescos de la Capilla Sixtina, en una agenda y en un diario en el que anotaba sus reflexiones. Incluso deseó tener una cámara fotográfica. O saber dibujar. Aunque antes solía censurarle a su madre que se gastara el dinero en postales y le decía que debía confiar en su memoria, se quedó muy compungido al ver que en Anderson´s sólo tenían una mísera reproducción de los maravillosos ángeles que parecen anidar en las bóvedas de San Giovanni in Laterano. Esperaba encontrar un montón de particolari donde escoger, que le recordaran, de vuelta en París, la mañana que descubrió aquel fantástico aviario de querubines y poco le faltó para desmayarse de gusto.
De no ser por Borromini, Peter no estaba seguro de que le gustara el barroco y se preguntaba si las razones por las que le gustaba no serían, para alguien como Bob, espurias: las sedosas criaturas simétricas que ponía por todos lados, de pie en los campanarios, anidadas en los techos abovedados, ocultas en los gallones, disimuladas en las columnas u observando desde los frontones. A Borromini debían de gustarle las alas, pues por lo general les ponía dos pares a sus ángeles, como pequeñas piezas de ropa, uno abierto y el otro cerrado. Y también debían de gustarle las estrellas, las plantas, las hojas, las flores, las bellotas. Peter había llegado a apreciar profundamente esa delicada manera de rimar lo cóncavo y lo convexo, que parecía ser el “lenguaje” del maestro, y el movimiento de la escayola, como si fuera una cinta, alrededor de las ventanas, que le recordaba a cuando su madre glaseaba los pasteles, el azúcar formando volutas en el cuchillo antes de ser extendida. Le parecía leer mensajes codificados de la Madre Naturaleza en las cabezas gigantes de los halcones de ojos adustos (con pechos de mujer) que coronaban los pilares del Palazzo Falconieri y en las bellotas que colgaban como pendientes en la Sapienza y en el Colegio de Propaganda Fide, perforando pequeños agujeros en la carne de piedra. El tipo debía tener un extraño sentido del humor. Sin embargo, Bob le había contado que se había suicidado.

Pájaros de América, Mary McCarthy

Mary McCarthy además de haber escrito dos libros sobre ciudades italianas, “Piedras de Florencia” y “Venecia observada” escribe prolijamente sobre Roma en “Pájaros de América”. Su protagonista Peter Levi tiene igual que yo preferencia por el gótico y obsesión por la ética (en su caso Kantiana). Cuando leí la novela me empecé por tanto a interesar por el arquitecto barroco Borromini (sin tanta pasión como Peter y sin despreciar a Bernini). Me dirigí a la biblioteca para buscar algún libro sobre él y encontré que el libro que tenían lo había escrito nada menos que Anthony Blunt. De Blunt he leído incluso la biografía porque otro de los temas en los que me ha gustado indagar desde hace muchos años son los cinco espías de Cambridge:. Más sobre ellos aquí:


Al final todos los caminos conducen a Roma.

El reino de este mundo





Una noche en que Solimán y la piamontesa habían quedado solos en la cocina por lo tardío de la hora, el negro, muy ebrio, quiso aventurarse más allá de las estancias destinadas al servicio. Luego de seguir un largo corredor, desembocaron a un patio inmenso, de mármoles azulados por la luna. Dos columnazas superpuestas encuadraban ese patio, proyectando, a media pared, el perfil de los capiteles. Alzando y bajando el farol de andar por las calles, la piamontesa descubrió a Solimán el mundo de estatuas que poblaba una de las galerías laterales. Todas mujeres desnudas, aunque casi siempre provistas de velos justamente llevados por una brisa imaginaria, a donde los reclamara la decencia. Había muchos animales, además, puesto que algunas de esas señoras anidaban un cisne entre los brazos, se abrazaban al cuello de un toro, saltaban entre lebreles o huían de hombres bicorne, con las patas de chivo, que algún parentesco debían de tener con el diablo. Era todo un mundo blanco, frío, inmóvil, pero cuyas sombras se animaban y crecían, a la luz del farol, como si todas aquellas criaturas de ojos en sombras, que miraban sin mirar, giraran en torno a los visitantes de media noche. Con el don que tienen los borrachos de ver cosas terribles con el rabillo del ojo, Solimán creyó advertir que una de las estatuas había bajado un poco el brazo. Algo inquieto, arrastró a la piamontesa hacia una escalera que conducía a los altos. Ahora eran pinturas las que parecían salir de la pared y animarse. De pronto, era un joven sonriente que alzaba una cortina; era un adolescente, coronado de pámpanos, que se llevaba a los labios un caramillo silencioso, o sellaba su propia boca con el índice. Después de atravesar una galería adornada por espejos sobre cuyas lunas habían pintado flores al óleo, la camarera, haciendo un gesto pícaro, abrió una estrecha puerta de nogal, bajando el farol.
En el fondo de aquel pequeño gabinete había una sola estatua. La de una mujer totalmente desnuda, recostada en un lecho, que parecía ofrecer una manzana. Tratando de encontrarse en el desorden del vino, Solimán se acercó a la estatua con pasos inseguros. La sorpresa había asentado un poco su ebriedad. El conocía aquel semblante; y también el cuerpo, el cuerpo todo, le recordaba algo. Palpó el mármol ansiosamente, con el olfato y la vista metidos en el tacto. Sopesó los senos. Paseó una de sus palmas, en redondo sobre el vientre, deteniendo el meñique en la marca del ombligo. Acarició el suave hundimiento del espinazo, como para volcar la figura. Sus dedos buscaron la redondez de las caderas, la blandura de la corva, la tersura del pecho. Aquel viaje de las manos le refrescó la memoria trayendo imágenes de muy lejos. El había conocido en otros tiempos aquel contacto. Con el mismo movimiento circular había aliviado este tobillo, inmovilizado un día por el dolor de una torcedura. La materia era distinta, pero las formas eran las mismas. Recordaba, ahora, las noches de miedo, en la Isla de La Tortuga, cuando un general francés agonizaba detrás de una puerta cerrada. Recordaba a la que se hacía rascar la cabeza para dormirse. Y, de pronto, movido por una imperiosa rememoración física, Solimán comenzó a hacer los gestos del masajista, siguiendo camino de los músculos, el relieve de los tendones, frotando la espalda de adentro a afuera, tentando los pectorales con el pulgar, percutiendo aquí y allá. Pero, súbitamente, la frialdad del mármol, subida a sus muñecas como tenazas de muerte, lo inmovilizó en un grito. El vino giró sobre sí mismo. Esa estatua teñida de amarillo por la luz del farol, era el cadáver de Paulina Bonaparte. Un cadáver recién endurecido, recién despojado de pálpito y de mirada, al que tal vez era tiempo todavía de hacer regresar a la vida. Con voz terrible, como si su pecho se desgarrara el negro comenzó a dar llamadas grandes llamadas, en la vastedad del Palacio Boghese. Y tan primitiva se hizo su estampa, tanto golpearon sus talones en el piso, haciendo de la capilla de abajo cuerpo de tambor, que la piamontesa, horrorizada, huyó escaleras abajo, dejando a Solimán de cara a cara con la Venus de Canova.

El reino de este mundo, Alejo Carpentier

NOTA: Solimán es un esclavo masajista que Pauline (hermana de Napoleón, primero esposa del general Leclerc y luego de Camillo, príncipe Borguese) tiene en Haití. Lleva a cabo rituales de vudú para ella con el fin de curar a su esposo el general Leclerc, que ha contraído la fiebre amarilla. Solimán termina en Europa donde se cruza con la estatua de Pauline que le conduce a la locura, al final morirá de malaria.
Pauline Bonaparte como Venus Victrix se encuentra en la Galería Borguese en Roma.