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A contracorriente


Me gusta que mis amigos sean perfectos. No siento resentimiento por tus conchas, o porque tienes un carácter mucho mejor que el mío. Me pone feliz. ¿No existe ya nada que sea una rivalidad sana, una noble emulación, como los Juegos Olímpicos o una competición poética ¿Tiene hoy en día que estar todo envenenado?. Esta horrible vida bohemia que ves aquí, con tazas de color lila y barbas y plásticos, es una nivelación real, peor que en los suburbios, donde uno entra en franca competición con los vecinos, por tener el coche más nuevo o hacer las mejores tartas. Soy capaz de comprender esto. Yo soy así también. Pero aquí nadie compite, a no ser que se dé una oculta lucha por ver quién logra tener la casa más sórdida o dar las peores fiestas. (…)
En Juneau había una mujer loca que siempre corría por las calles en bicicleta, vestida con una especie de traje de circo, con pantalones y una chaqueta roja, y con la cara pintada de blanco y rojo. Me parece que soy ella cuando paso por la calle Mayor, aquí, con un traje normal y con medias. Todo el mundo me mira. Soy antisocial. El otro día, en el banco, una de las matronas de la localidad llegó a tirarme del brazo y a preguntarme por qué llevo medias. “Nadie las lleva aquí”, me informó.
-Siempre has sido una rebelde –Dijo Dolly-. Te pasaría lo mismo si vivieras en Scarsdale.
-No –replicó Martha-. Si viviera en Scarsdale, no me importaría lo que dijeran los vecinos. Y no pretendería reformarlos.
-¿Quieres reformar a los de aquí? –preguntó Dolly, con una sonrisa perpleja.
Martha asintió.
-Naturalmente. Intento dar un ejemplo. No es sólo vanidad, también hay un impulso de corrección. “Haz que así tu luz brille ante todos los hombres”. El colmo de mi necedad es esto. John y yo nos ponemos en ridículo con nuestros modales cuidados. Lo sé, pero no quiero renunciar. Es una forma de fanatismo. Podrán matarme, me digo con grandilocuencia, pero no lograrán que sea como ellos.

Una vida encantada, Mary Mc Carthy

La estación



Como todos los que han vivido mucho tiempo en una gran ciudad, Margaret experimentaba unos sentimientos muy intensos en las estaciones terminales. Son las puertas de lo glorioso y lo desconocido. Por ellas se parte hacia la aventura, hacia el sol; por ellas, ay, se regresa. En Paddington laten Cornualles y la costa occidental; en las rampas de Liverpool Street se agitan las marismas, y el extranjero ilimitado; Escocia se oculta en los pilares de Euston; Wessex, más allá del caos de Waterloo. Entendiéndolo así, los italianos que tienen la desgracia de trabajar como camareros en Berlín llaman a la Anhalt Bahnholff la Stazione d´Italia, porque desde allí regresan a sus hogares. Y no hay un londinense que no confiera a sus estaciones una cierta personalidad y no haga extensivas a ellas, siquiera un poco, sus sensaciones de amor y miedo.
A Margaret –y espero que esto no predisponga al lector en su contra- la estación de King´s Cross siempre le había sugerido el infinito. La misma situación de la estación, oculta tras el fatuo esplendor de Saint Pancrass, llevaba implícita una reflexión sobre el materialismo de la vida. Los dos grandes arcos descoloridos, indiferentes, sostén de un desangelado reloj, eran los soportales de una eterna aventura, cuyo objetivo podía ser triunfal, pero que no se expresaba en términos de triunfo. Si el lector considera todo esto ridículo, debe recordar que no es Margaret quien se lo cuenta.
Howards End, E.M. Forster

Harry Feldstone


The striking thing about Harry -the one that struck me, anyway- was his unquenchable passion for analysis. It was a real passion, a driving force that he had no real control over, and it was unlimited as it was imperious. He was impelled to turn over, tear apart and rip the sense out of every object that came in view, whether it had any intrinsic merit or attraction or even interest for him or not. That was my impression after the first few weeks, and nothing in the long course of our friendship since then has ever given me cause to change it.
I couldn’t see what he was after, exactly. Even much later, when we had known each other for years, the aims of his frequent, compulsive inquiries into basic motives and principles often remained obscure to me. Though, by then, they had become thoroughly familiar. What’s more, at the beginning, the whole business embarrassed me. Since I was the only really close friend Harry had made, it naturally followed that a large share of his searching curiosity should be directed at me.


(…)
As we came to know more people and have a wider range of common experience, Harry’s objects of fascination became more numerous and diffuse. He began to use the techniques he had employed almost exclusively to plumb my soul on most of our mutual acquaintances, and I became the sounding board, rather than the target, of his obsessions: “Now listen, Kevin, what d’you think that fellow Sandord really meant, when he…”

The Shortest Gladdest Years, Scott Sullivan

Listas (III)



Fue hacia el botiquín, que estaba sobre el lavabo, contra la pared. Abrió la puerta de espejo y dio un repaso a los congestionados estantes con la mirada —o más bien, el bizqueo magistral— de un experto jardinero de botiquín. Ante ella, en exuberantes hileras, se extendía una legión, por así decirlo, de dorados productos farmacéuticos, amén de varios utensilios técnicamente menos indígenas. En los estantes había yodo, mercurocromo, cápsulas de vitaminas, seda dental, aspirina, Anacina, Bufferin, Argirol, Musterole, Ex-Lax, leche de magnesia, Sal hepática, Aspergum, dos navajas Gillette, una navaja inyectora Sckick, dos tubos de crema de afeitar, una foto curvada y algo rota de un grueso gato blanco y negro dormido sobre la baranda de un porche, tres peines, dos cepillos, una botella de ungüento Wildroot para el cabello, una botella de Eliminador de caspa Fitch, un frasco pequeño, sin etiqueta, de supositorios de glicerina, gotas para la nariz Vicks, Vicks VapoRub, seis pastillas de jabón de Castilla, los fragmentos de tres entradas para una comedia musical de 1946 (Llámame Mister), un tubo de crema depilatoria, una caja de Kleenex, dos conchas de mar, un surtido de limas usadas, dos tarros de crema limpiadora, tres pares de tijeras, una canica azul sin defectos (conocida por los jugadores de canicas, al menos en los años veinte, como una «pieza pura»), una crema para cerrar los poros, un par de pinzas, el chasis sin cadena de un reloj de pulsera femenino, una caja de bicarbonato de sosa, un anillo de internado femenino con un ónice resquebrajado, una botella de Stopette, e, inconcebiblemente o no, muchas cosas más.

Franny y Zooey, J. D. Salinger

Listas (II)



La sala de estar de los Glass no podía estar menos preparada para que repintaran sus paredes. Franny Glass yacía dormida sobre el canapé, tapada con una manta; la alfombra «de pared a pared» seguía en su lugar, y ni siquiera había sido doblada por los bordes; y los muebles —al parecer, el contenido de un pequeño almacén— se encontraban en su habitual distribución estático-dinámica. La habitación no era de un tamaño impresionante, ni siquiera según el promedio en las casas de apartamentos de Manhattan, pero el mobiliario allí reunido podría haber prestado un aspecto acogedor a una sala de banquetes del Valhalla. Había un piano de cola Steinway (invariablemente abierto), tres radios (una Freshman de 1927, Una Stromberg-Carlson de 1932 y una RCA de 1941), un televisor de veintiuna pulgadas, cuatro fonógrafos de mesa (incluyendo una Victrola de 1920, con el altavoz encima, todavía montado), gran cantidad de mesas llenas de revistas y cigarrillos, una mesa de ping-pong de tamaño de reglamento (afortunadamente rota y almacenada detrás del piano), cuatro sillas cómodas, ocho sillas incómodas, un acuario de cincuenta litros para peces tropicales (lleno hasta rebosar, en todos los sentidos de la palabra, e iluminado por dos bombillas de cuarenta watios), un sofá para dos, el canapé ocupado por Franny, dos jaulas vacías, un escritorio de madera de cerezo y un surtido de lámparas de pie, lámparas de mesa y lámparas de bridge, que surgían por todo el congestionado ambiente como zumaque. Unas estanterías de altura equivalente a la de la cintura cubrían tres paredes, atestadas literalmente de libros, libros infantiles, libros de texto, libros de segunda mano, libros del Club del Libro, además de los excedentes aún más heterogéneos de «anexos» menos comunales del apartamento (ahora Drácula se encontraba al lado de Pali elemental, Los aliados juveniles en el Somme al lado de Relámpagos de mediodía. El caso del asesinato del escarabajo y El idiota estaban juntos. Nancy Drew y la escalera escondida se hallaba encima de Miedo y temblor.) Incluso si un equipo resuelto de pintores, dotados de un corazón fuerte, hubiese sido capaz de entenderse con las estanterías de libros, las propias paredes, directamente tras ellas, hubieran hecho devolver su tarjeta del sindicato a cualquier artesano que se respetara. Desde la parte superior de las estanterías hasta unos centímetros por debajo del techo, el yeso —de un verrugoso azul Wedgwood, donde era visible— estaba completamente cubierto por lo que podría llamarse muy libremente «objetos colgantes», refiriéndose a una colección de fotografías enmarcadas, amarillenta correspondencia personal y presidencial, placas de bronce y plata, y una miscelánea irregular de documentos de aspecto vagamente honorífico y objetos semejantes a trofeos de diversos tamaños y formas, todos ellos atestiguando, de un modo u otro, el formidable hecho de que a partir de 1927 y hasta casi finales de 1943, el programa de radio llamado «Es un niño sabio» se había emitido raramente sin uno (y, más a menudo, dos) de los siete niños Glass entre sus concursantes. El sistema de decoración de las paredes era, de hecho, —con la sanción espiritual sin reservas de la señora Glass y su eternamente tácito consentimiento formal-invento del señor Les Glass, padre de los niños, antiguo actor de vodevil y, sin duda, admirador inveterado y nostálgico de la decoración de las paredes del restaurante teatral de Sardi. Tal vez el golpe más inspirado del señor Glass como decorador se manifestara justamente detrás y encima del canapé donde la joven Franny Glass se encontraba durmiendo en estos momentos. Allí, en una yuxtaposición casi incestuosamente íntima, habían sido adosados por los lomos, directamente al yeso, siete álbumes de recortes de periódicos y revistas. Era evidente que año tras año los siete álbumes habían sido examinados o consultados tanto por los viejos amigos de la familia como por visitantes casuales, y también, presumiblemente, por la mujer de la limpieza.

Franny y Zooey, J. D. Salinger

Las fotos son de Hanna y sus hermanas de Woody Allen, el ambiente de la casa de Hannah me recuerda la de los Glass por su calidez y porque los padres de Hannah son antiguos actores de vodevil como los de los Glass.

Las persianas


Los gustos extranjeros de aquel hombre y el desamor que a su patria mostraba, eran ocasión de empeñadas reyertas entre él y D. Baldomero, que defendía todo lo del Reino con sincero entusiasmo. A veces perdía los estribos el buen español, sosteniendo que en todo lo de fuera hay mucho de farsa, y Moreno, extremando sus antipatías, sostenía que en España no hay más que tres cosas buenas: la Guardia Civil, las uvas de albillo y el Museo del Prado.
«Vamos a ver -dijo D. Baldomero con alegría, que le retozaba en la cara-. ¿Qué me dices del Rey que hemos traído? Ahora sí que vamos a estar en grande. Verás cómo prospera el país y se acaban las guerras».
-Es guapo chico. Varios españoles residentes en Londres le acompañamos en el tren hasta Dover. Yo le regalé un magnífico reloj... Es muy despejado chico, pero muy despejado. ¡Lástima de Rey! Yo le dije: «Vuestra Majestad va a gobernar el país de la ingratitud; pero Vuestra Majestad vencerá a la hidra». Esto lo dije por cortesía; pero yo no creo que pueda barajar a esta gente. Él querrá hacerlo bien; pero falta que le dejen.
(…)
Acordaron, pues, no aguardar más, y durante el cordial almuerzo, que quieras que no, la conversación versó sobre si en España es todo malo, o si en Francia e Inglaterra es de buena ley todo lo que admiramos. Moreno-Isla no cedía una pulgada de terreno antipatriótico en que su terquedad se encerraba.
«Miren ustedes... hablando ahora con toda seriedad -dijo, después de apurar bien el tema de las comidas, y pasando a ciertas ideas de cultura general-. Yo he hecho una observación que nadie me desmentirá. Desde que se pasa la frontera para allá y se entra en Francia, no le pica a usted una pulga». (Risas).
«¡Pero qué tendrán que ver las pulgas...!».
-¿Y sostienes tú que en Francia no hay pulgas?
-No las hay, créame usted, padrino, no las hay. Es un resultado del aseo general, de la limpieza de las casas y de las personas. Vaya usted a San Sebastián. Se lo comen vivo...
-Hombre, por Dios, ¡qué argumentos!...
(…)
Después hubo debate sobre quesos, diciendo D. Baldomero que los del Reino son también muy buenos. Luego tratose de las casas, que Moreno calificó de inhabitables. «Por eso todo el mundo vive en la calle».
«Pues mire usted -dijo Villalonga-: las casas serán todo lo malas que usted quiera; pero hay en las del extranjero una costumbre que maldita la gracia que tiene. Me refiero a la falta de maderas en los balcones y ventanas, por lo cual entra la luz desde que Dios amanece, y no puede usted pegar los ojos».
-¿Pero usted cree que por allá hay alguien que se esté durmiendo hasta el medio día?
Sobre esto se habló mucho, y el forastero sacó a relucir otras cosas. «Yo de mí sé decir que cuando paso la frontera para acá recibo las más tristes impresiones. Habrá algo que admirar; a mí se me esconde, y no veo más que la grosería, los malos modos, la pobreza, hombres que parecen salvajes, liados en mantas; mujeres flacas... Lo que más me choca es lo desmedrado de la casta. Rara vez ve usted un hombrachón robusto y una mujer fresca. No lo duden ustedes, nuestra raza está mal alimentada, y no es de ahora; viene pasando hambres desde hace siglos... Mi país me es bastante antipático, y desde que me meto en el express de Irún ya estoy renegando. Por la mañana, cuando despierto en la Sierra y oigo pregonar el botijo e leche, me siento mal; créanlo ustedes... Al llegar a Madrid, y ver la gente de capa, las mujeres con mantones, las calles mal adoquinadas, y los caballos de los coches como esqueletos, no veo la hora de volverme a marchar».
Fortunata y Jacinta (1886–1887), Benito Pérez Galdós


Foto de la serie Fortunata y Jacinta de Mario Camus

El ego

No tengo miedo de competir. Es justamente lo contrario. ¿No lo comprendes? Me da miedo ver que acabaré compitiendo, eso es lo que me asusta. Por eso dejé el curso de teatro. Precisamente porque estoy tan horriblemente condicionada a aceptar los criterios de los demás, me admire, pero eso no lo justifica. Me avergüenzo de ello. Me da náuseas. Me asquea no tener el valor de no ser nadie en absoluto. Me da asco de mí misma y de todos los que quieren causar sensación.

(…)

No paras de hablar del ego. Dios santo, solamente el propio Cristo podría decidir qué es ego y qué no lo es. Este es el universo de Dios, hermana, no el tuyo, y El tiene la última palabra respecto a lo que es ego y lo que no lo es. ¿Qué me dices de tu amado Epicteto? ¿O de tu amada Emily Dickinson? ¿Pretendes que tu Emily, cada ver que sienta el impulso de escribir un poema, se siente a orar hasta que se le pase ese impulso tan feo y egoísta? No, ¡claro que no! Pero te gustaría que a tu buen amigo el profesor Tupper le privaran de su ego. Eso es diferente. Y puede que lo sea. Puede que sí. Pero no te pongas a gritar contra los egos en general. En mi opinión, si deseas saberla, la mitad de todo lo desagradable que hay en este mundo está provocado por la gente que no usa su verdadero ego. Por ejemplo, tu profesor Tupper. Por lo que dices de él, me apostaría casi cualquier cosa a que eso que utiliza, eso que tú consideras su ego, no es realmente su ego, sino otra facultad mucho más sucia y menos básica. Dios santo, has estado suficiente tiempo en colegios para conocer el paño. Rasca a un maestro incompetente (o a un catedrático, si a eso vamos) y la mitad de las veces encontrarás a un mecánico de primera o a un maldito albañil desplazados. Fíjate en LeSage, por ejemplo, mi amigo, mi empresario, mi Roma de la Avenida Madison. ¿Crees que fue su ego el que le metió en la televisión? ¡Y un cuerno! Ya no tiene ego, si es que lo tuvo alguna vez. Lo ha dividido entre sus aficiones. Que yo sepa, tiene por lo menos tres aficiones, y todas relacionadas con un taller de diez mil dólares instalado en su sótano, lleno de herramientas eléctricas y tornos y Dios sabe qué. Nadie que realmente este usando su ego, su verdadero ego tiene tiempo para absurdas aficiones.


Franny y Zooey, J. D. Salinger

Los Bennett








Fotos
1 Louise Brooks
2 Barbara Bennett a la derecha y Adrienne Morrison a la izquierda
3 Joan y Constance Bennett
4 Constance Bennett
5 Joan Bennett de rubia y de morena

Mrs. Bennett, la actriz Adrienne Morrison, había mandado a su hija Barbara a Mariarden con la esperanza de que el ejercicio fortaleciera sus pies planos y sus delgadas piernas, ambos excesivamente largos. Compartía una habitación conmigo y con otras dos chicas con las que nunca llegó a entablar amistad.
(…)
Barbara, quizás por única vez en toda su apasionada y extenuante existencia, decidió convertirse en tutora de alguien: se enfrento con familia y amigos para proteger e instruir a “esa insolente Brooks”. No empecé a saber vestir bien hasta que no regresé a Nueva York en septiembre. Los ensayos en Denishawn me dejaban mucho tiempo libre, suficiente como para visitar el piso de los Bennett en Park Avenue. Una mañana Mrs. Bennett me abrió la puerta. Me miró como si fuera un perro perdido y me dijo: “¿Qué haces tú aquí a las ocho de la mañana?” Me eché a llorar y me dejó entrar. Me senté en un sofá a esperar a que Barbara se levantara. ¡Qué envejecida me pareció Mrs. Bennett con un vestido gris y sin maquillaje! Ni de lejos se parecía a sus elegantes fotos de Vogue. Y esta maravillosa sala de estar era obra suya: completamente blanca con ligeros toques oscuros y en perfecto orden, como en una pintura china. No había nada allí que recordara las habitaciones de los ricos, generalmente repletas de objetos, y que tan poco me gustaban. Sin embargo, al igual que Mrs. Bennett, la habitación tenía el aspecto de algo abandonado y falto de cariño.
Al cabo de un rato apareció Joan, la hermosa hermana pequeña de Barbara, que venía con los libros del colegio a estudiar en la mesa junto a la ventana. Constance, la hermana mayor de Barbara, tan hermosa como Joan, acababa de empezar su carrera cinematográfica, pero todas la consideraban ya la actriz mejor vestida y arrogante del cine. Todas las hermanas habían heredado los mismos pómulos anchos y los ojos tan bien puestos de Richard Bennett. Sin embargo, las tres tenían caracteres distintos. A Constance le gustaba el dinero; durante toda su carrera, que duró hasta el mismo día de su muerte, en 1965, exigió y recibió un sueldo comparable al de las grandes estrellas. Aunque era muy bella, poseía gran talento de actriz y tenía una encantadora voz, nunca pudo obtener lo más preciado, algo sin lo cual el resto no importa demasiado a la hora de convertirse en una gran estrella: no era generosa ni amaba a su público. Lo que le gustaba a Joan era la seguridad. Sus matrimonios con hombres poderosos del mundo del cine eran siempre una puerta abierta al éxito. Barbara, por su parte, construyó su carrera sobre sus emociones. El ritmo de su trabajo y sus matrimonios venía determinado por sus arrebatos de miedo, frustración o desesperación. Sólo su muerte, acaecida en 1958, como culminación a sus cinco intentos de suicidio, podría ser considerada un éxito. En la sala de esta blanca y polvorienta, Joan, que siempre me trataba bien, se había puesto las gafas para estudiar historia.
-Lo que no logro entender –le dije- es cómo te apañas para ir sin gafas por ahí, si siempre las necesitas para leer.
Joan se las quitó y, sonriendo, me dijo:
-Veo un poco sin ellas. Por ejemplo, tu vestido largo y negro de señora mayor. ¿Dónde lo compraste?
-Me lo vendió una mujer en una tienda de Broadway.
Joan se echó a reír.
A las once los Bennett empezaron a levantarse. Constance le gritaba a Barbara: “Si te atreves a salir otra vez a escondidas con mi pañuelo de gasa blanca te corto el cuello.” Richard Bennett cantaba Me gusta la vida y quiero vivir. Después entró en el salón vestido con una bata de brocado e hizo una incursión al mueble bar. Tras beberse de un trago un vaso de whisky, se volvió hacia mí y me dijo: “¡Dios mío, Joan! ¿de dónde has sacado ese maldito vestido negro?” Entre el alcohol y que era corto de vista, a veces me confundía con Joan, que no se había teñido todavía de rubio. Acababa de marcharse a su habitación cuando Constance cruzó el salón a toda velocidad en dirección a la puerta de salida, dirigiéndome al pasar una mirada de desprecio. Iba vestida con un traje sastre azul marino y se había echado un perfume de gardenias. (Entre las personas más detestadas de Hollywood ni siquiera yo me podía comparar con Constance. Era capaz de pasarse toda una cena en la casa de la playa de Marion Davies sentada frente a mí e ignorarme por completo.) Por fin apareció Barbara, que llevaba puesto el traje de gabardina beige de Constance.


Lulu en Hollywood, Louise Brooks

Daniel y Adrien



DANIEL
Daniel Pommereulle que presta su persona a nuestra historia- es uno de esos pintores que en los años sesenta abandonaron el pincel y se lanzaron a la fabricación de objetos. El crítico Alain Joufroy les llama los “Objecteurs”, y bajo ese nombre les ha dedicado un artículo en la revista Quadrum. Estamos en 1966. Y precisamente Jouffroy está de visita en casa de Daniel. Admira una de sus últimas creaciones: un potecito de pintura amarillo sobre el que ha fijado unas hojas de afeitar. Lo coge y lo hace girar en su mano. Comenta:

- Cada uno debe llegar hasta sus propios límites. Las personas que no llegan a sus propios límites son como los versalleses que asedian a las personas que llegan hasta sus propios límites. Las personas que van hasta sus propios límites están obligatoriamente asediadas, son obligatoriamente agresiva… Por ejemplo, esto es perfecto. No se puede hacer nada mejor. Es lo Único, que sustenta su causa en nada, y que está rodeado… ¡Ay!...
Se ha cortado. Una gotita de sangre brota de su pulgar.
- …por su propio pensamiento como por unas hojas de afeitar. Es imposible de sostener: ¡ahí está la prueba!
Daniel sonríe:
- Está hecho adrede.
- ¿Te gusta que la gente se corte con tu pintura?
- Sí, pero no tú. Tú eres un filo, no tiene que cortarte.
- No me molesta cortarme. Sólo frecuento personas peligrosas. Tú me haces pensar en la elegancia de la gente de finales del siglo XVIII que estaba extremadamente preocupada por su apariencia, por el efecto que producía en los demás… Ya era el inicio de la Revolución: la elegancia crea una especie de vacío en torno a la persona…

Contempla a Daniel, que lleva, sobre una camisa azul marino una corbata de lana de vivo color amarillo. Continúa:

- …Tú también creas este vacío en torno a tu persona. Lo creas con tus objetos, pero podrías prescindir perfectamente de ellos. Las hojas de afeitar son la palabra. También puede ser el silencio… Puede ser la elegancia: un determinado amarillo…




ADRIEN
Se habla del Amor y de la Belleza. Ambas tienen sobre el tema una opinión diametralmente opuesta. Aurélia afirma que se ama a alguien porque se le encuentra bello, Jenny que se le encuentra bello porque se le ama. Adrien se inclina a favor de esta última opinión:
- Un hombre puede ser muy feo y tener una gracia infinita. Si se le ama, su fealdad se convierte automáticamente en belleza.
- Yo –dice Aurélia-, si encuentro feo a alguien, no hay gracia que valga. Nada es posible. Ha terminado inmediatamente.
- ¿Terminado qué? –pregunta Jenny.
- ¡Cualquier cosa! Incluso unas relaciones muy superficiales. Incluso tomarse una copa cinco minutos con él. No puedo: si es feo, me voy… ¿Usted podría tener relaciones amistosas con alguien que encontrara feo?
- Pero la fealdad y la belleza no intervienen en mi amistad. Si soy amiga de alguien, no le veo ni feo ni guapo.
- No se siente amistad en cinco minutos. Hay que verse varias veces. ¿Cómo consigue ver varias veces a una persona que encuentra fea? Yo me escapo. ¡No es posible!
- No se trata de fealdad. Entre la multitud de personas que son bellas, yo sólo me siento interesada por aquellas que tienen algo más allá de su belleza. Si viera a alguien de una belleza absoluta, me aburriría.
- Cuando digo bello, no me refiero a la belleza griega. La belleza absoluta no existe. Para que yo encuentre bello a alguien, basta a veces con una cosa de nada: podría bastar algo entre la nariz y la boca.
- Por consiguiente –dice Adrien-, cualquiera tiene una posibilidad de gustarte.
- ¡No!
- Una posibilidad al menos.
- ¡Ah, no! Ahí está el drama. Encuentro a poquísimas personas bellas. Eso me limita increíblemente en mis relaciones, porque cuando las personas me repugnan no las vuelvo a ver. Ahora bien, como hay muchas personas que me repugnan…
- ¿Y nunca ocurre –dice Jenny-, que cambie de opinión?
- No. Por ejemplo, la primera cosa que pregunto si vamos a cenar a casa de alguien no es: “¿qué hace?” Pregunto: “¿es guapo?”
- ¿Y las personas feas –pregunta Adrien-, están irremediablemente condenadas?
- Sí.
- ¿A la hoguera con ellas?
- Sí, se lo merecen. La fealdad es un insulto para los demás. Uno es responsable de su físico. Por ejemplo, la nariz se mueve o envejece según la manera de hablar, o de pensar. Por otra parte, cuando yo hablo de belleza, no me refiero a una belleza inmóvil: los movimientos, la expresión, la manera de andar, todo cuenta…
Seis cuentos morales (La coleccionista), Eric Rohmer

Rubias y rubias





Hay rubias y rubias, y hoy es casi una palabra que se toma en broma. Todas las rubias tienen su no sé qué, excepto, tal vez, las metálicas, que son tan rubias como un zulú por debajo del color claro, y en cuanto al carácter, tan suave y blando como el empedrado de la vereda. Existen la rubia pequeña y agradable, que gorjea como los pájaros, y la rubia alta y estatuaria, que lo envuelve a uno en una mirada azul de hielo. Existe la rubia que lo mira a uno de arriba abajo y tiene un perfume encantador y resplandece tenuemente y se cuelga del brazo y está siempre muy, muy cansada cuando usted la acompaña a su casa. (…)
Existe la rubia dulce, dispuesta y aficionada a la bebida, y que no le importa lo que lleva puesto –siempre que sea visón, o adónde va- siempre que sea el Starlight Roof y haya mucho champaña seco. Existe la rubia pequeña y altiva que es una verdadera compañera y quiere pagar ella su cuenta y está llena de luz de sol y de sentido común que sabe judo y puede lanzar al aire, por arriba del hombro, al conductor de un camión, sin perderse más de una frase del editorial del Saturday Review. Existe la rubia pálida, con anemia de tipo incurable, pero no fatal. Es muy lánguida y muy sombría y habla suavemente como salida de no sé dónde, y usted no le puede poner un dedo encima, en primer lugar porque no tiene ganas, y en segundo lugar porque ella está leyendo La tierra perdida o Dante en el original o Kafka o Kierkegaard, o porque estudia dialecto provenzal. Adora la música, y cuando la Filarmónica de Nueva York está tocando Hindemith, ella puede decirle a usted cuál de los seis contrabajos entró un cuarto de tiempo más tarde. He oído decir que Toscanini también es capaz de ello. Eso quiere decir que son dos.
Y, por último, existe la muñeca maravillosa y encantadora que sobrevive a tres reyes del hampa y después se casa con un par de millonarios a un millón por cabeza y termina con una villa de color de rosa pálido en Cap d´Antibes, un coche Alfa Romeo completo con chófer y acompañante, y una caballeriza de aristócratas enmohecidos a los que tratará con la atención distraída y afectuosa con que un anciano duque dice buenas noches a su criado.
Aquel sueño atravesado en mi camino no pertenecía a ninguna de esas categorías; ni siquiera era de este mundo. Era inclasificable; tan remota y clara como el agua de la montaña, tan evasiva como su color.
El largo adios, Raymond Chandler

Tom Ripley



Decían que los ojos eran el espejo del alma, que a través de ellos se veía el amor, que eran el único punto por donde podía contemplarse a una persona y ver lo que realmente ocurría en su interior, pero en los ojos de Dickie no pudo ver más de lo que hubiera visto de estar contemplando la superficie dura e inanimada de un espejo. Tom sintió una punzada de dolor en el pecho y se cubrió el rostro con las manos. Era como si, de pronto, le hubiesen arrebatado a Dickie. Ya no eran amigos. Ni siquiera se conocían. Era como una verdad, una horrible verdad, que le golpeaba como un mazazo y no quedaba allí, sino que se extendía hacía toda la gente que había conocido en su vida, y la que conocería: todos habían pasado y pasarían ante él y, una y otra vez, él sabría que no lograría llegar a conocerles jamás y lo peor de todo era que siempre, invariablemente, experimentaría una breve ilusión de que sí les conocía, de que él y ellos se hallaban en completa armonía, que eran iguales. Durante unos instantes, la conmoción que sentía al darse cuenta de aquello le pareció más de lo que podía soportar. Le parecía estar sufriendo un ataque, a punto de caer desplomado al suelo. Era demasiado: el hallarse rodeado de personas extranjeras, personas que hablaban un idioma que no era el suyo, su fracaso, el hecho de que Dickie le odiaba. Se sintió rodeado por un ambiente extraño y hostil.


El talento de Mr. Ripley, Patricia Highsmith

Memento


Alice se alejó de nuestras risas en la habitación de Charlotte para situarse en el centro de su cuarto. Ese mismo día, en un momento más alegre, Alice había puesto en su estantería una fotografía de la fiesta celebrada en Sag Harbor el Día del Trabajo en que ella, Tom y yo sonreíamos a la cámara con inanidad (como es de rigor en estos casos), de pie junto a la parrilla y con la casa de Kate Preston al fondo. La imagen llevaba a pensar en esos momentos mágicos y perfectos de los que uno siempre quiere tener una fotografía de recuerdo, y de los que rara vez la tiene. Al reparar en la foto, Alice la puso boca abajo con gesto abrupto y la cubrió con un libro.

Cócteles y caviar. Whit Stillman


La novela Cócteles y caviar se basa en los eventos ocurridos en la película The Last Days of Disco, dirigida por Whit Stillman. En la foto los actores de la película Robert Sean Leonard, Chloë Sevigny y Mackenzie Astin.

Terry Crabtree

Terry Crabtree y yo nos conocimos al principio de nuestro penúltimo año de carrera, cuando aterrizamos en la misma clase de narrativa breve, un curso introductorio en el que yo había intentado ser admitido un semestre tras otro. Crabtree se había apuntado por un impulso súbito y fue admitido gracias a un cuento escrito en el instituto, que narraba el encuentro en un balneario entre un envejecido Sherlock Holmes y un joven Adolf Hitler que había viajado de Viena a Carlsbad para robarles sus joyas a viejas damas inválidas. Era, sin duda, un pastiche notable, y más siendo obra de un chico de quince años. El problema era que se trataba de una pieza única. Crabtree no había escrito nada más desde entonces, ni una sola línea. En el relato aparecían detalles sexuales sumamente peculiares, también detectables –todo hay que decirlo- en su autor. En esa época Crabtree era un chico arisco y delicado, con un rostro que era todo frente y dentadura, cuya extrema timidez le llevaba a sentarse siempre al fondo del aula. Vestía un traje muy ceñido y corbata, pasadísimos de moda, y una bufanda de cachemir roja que, cuando apretaba el frío, se anudaba al cuello bajo las solapas levantadas de la americana.(...)
En cada clase se comentaban dos relatos, y en la primera ronda de trabajos me tocó entregar el último, justamente después de Carbtree, quien, según había podido constatar, no hacía el más mínimo esfuerzo por anotar los axiomas que llenaban el viciado aire del aula; además, nunca intervenía en clase, salvo con algún comentario ocasional, lacónico, pero indefectiblemente amable, sobre la banalidad del relato que se estaba comentando en aquel momento. Como es natural, su reserva se interpretaba como signo de arrogancia, y la opinión generalizada, sobre todo cuando lucía su bufanda de cachemir, era que se trababa de un esnob de tomo y lomo. Pero me había percatado desde un principio de que se mordía las uñas, hablaba con un tono de voz bajo e inseguro y se turbaba cada vez que alguien le dirigía la palabra. Siempre estaba en su rincón, embutido en su ceñidísimo traje, pálido y con aire molesto, como si nuestra compañía le incomodase pero su exquisita educación le impidiese decirlo.


Encontré a Crabtree en el recibidor. Estaba solo, contemplando a los que en la sala trataban de bailar al ritmo de The Horse. Tenía una mano metida en el bolsillo y con la otra asía una botella de agua con gas. Parecía que durante mi ausencia hubiese estado tratando de borrar su reputación de Crabtree el Espíritu Burlón, de artista del desmadre, manteniéndose pegado a la pared, solo en medio de su propia fiesta, con aspecto sobrio, aislado y aburrido. (...) Al verlo allí, mirando a los que bailaban, me recordó al James Leer de la noche anterior, un chico sin amigos, corroído por la envidia, merodeando por el jardín de los Gaskell, con la mirada fija en una ventana iluminada.

Chicos prodigiosos, Michael Chabon

El amante del volcán

No he podido escribir durante este mes debido a diversas circunstancias. Actualmente trabajo para una compañía aérea y una de estas circunstancias son las horas extra que he tenido que hacer a cuenta de la nube de cenizas volcánicas que tanto ha afectado a los aeropuertos. Esto me ha dado la idea de copiar citas de una novela que leí hace unos años y me gustó bastante, aunque en estos momentos no es que ame los volcanes precisamente.
El amante del volcán de Susan Sontag es una de las pocas novelas históricas que he leído. No me suelen gustar las novelas que ponen pensamientos y palabras a personajes históricos, nunca sabes qué es ficción y qué realidad. Sin embargo, en este caso creo que se trata de una novela rigurosa e interesante. Se centra especialmente en la personalidad del embajador inglés en el Reino de las Dos Sicilias, Sir William Hamilton, un coleccionista de obras de arte fascinado por el Vesubio. Sir William al que llaman el "Cavaliere", se casará con la joven amante de su sobrino, Emma, la famosa Lady Hamilton que se convertirá en amante del almirante Nelson con la aquiescencia de su marido. En la novela además de la pasión por el volcán se desmenuza la personalidad del coleccionista y del resto de personajes que la pueblan.

Coleccionistas y expertos a menudo admiten tener, sin necesidad de pincharles demasiado, sentimientos misantrópicos. Confirman, sí, que les han importado más las cosas inanimadas que la gente. Que se sorprendan otros: ellos saben lo que hacen. Puedes confiar en las cosas. Nunca cambian su naturaleza. Sus atractivos no palidecen. Las cosas, cosas raras, tienen un valor intrínseco, las personas valen lo que tu propia necesidad les asigna. Coleccionar procura al egoísmo el énfasis de la pasión, lo cual siempre es atractivo, mientras que te arma contra las pasiones que te hacen sentir más vulnerable. Hace que quienes se sienten desposeídos, y detestan sentirse desposeídos, se sientan más a salvo.
(…)
Como un vendaval, como una tempestad, como un incendio, como un temblor de tierra, como un alud de lodo, como un diluvio, como un árbol que cae, como un torrente que ruge, como un témpano de hielo que se rompe, como un maremoto, como un naufragio, como una explosión, como un techo arrancado, como un fuego devastador, como una plaga que se extiende, como un cielo que se oscurece, un puente que se hunde, un foso que se abre. Como un volcán en erupción.

Seguramente más que las meras acciones de la gente: escoger, complacer, desafiar, mentir, comprender, tener razón, ser engañado, ser consistente, ser visionario, ser temerario, ser cruel, estar equivocado, ser original, tener miedo…

(…)
La naturaleza humana es tan perversa que resulta incluso absurdo esperar, y mucho más desear, que la sociedad pueda algún día ser transferida a otro y mejor nivel. Lo máximo a que uno puede aspirar es a una muy lenta elevación. Nada cónico. Puesto que, lo que sube muy arriba, caerá. Es muy difícil que algo se sostenga en alto durante mucho tiempo.


Susan Sontag

Pájaros de América- Mary McCarthy


Lo que me interesa de las novelas de Mary McCarthy es lo que tienen de híbrido entre ensayo y novela. Además del análisis psicológico, en la narración se entremezclan constantemente ideas y observaciones sociológicas y culturales que enriquecen la lectura. La novela comienza en Estados Unidos donde Peter Levi y su madre Rosamond a la que está muy ligado veranean en una localidad costera. La madre de Peter, una artista de gustos exigentes y refinados mira con sorpresa y resentimiento los cambios que experimenta EEUU. Rosamond percibe un descenso en la calidad de vida con el consumo masificado y el devenir de la comida rápida.
Peter viaja a París para estudiar francés y de paso posponer su alistamiento en el ejército que podría conllevar su envío a Vietnam. Es un admirador de Kant y está decidido a seguir su imperativo categórico, “actúa como si tu máxima pudiera ser considerada ley universal”, es decir, siempre se pregunta cómo sería el mundo si todos se comportaran como él. Esta filosofía llevada a la práctica presenta no pocas complicaciones y Peter se enfrenta a menudo a dilemas morales incluso en temas aparentemente poco importantes como dar o no dar propinas.
Su traslado a París le hace consciente de lo imitativo del comportamiento humano. Las costumbres que piensa son universales resultan no serlo tanto y tiene que vigilar su comportamiento para no molestar. Los militares americanos destinados en bases en Europa no tienen ese problema porque viven en su propia burbuja. Su estilo de vida es completamente americano, representado por el economato militar en el que compran absolutamente todo. Peter acude a la cena de Acción de Gracias en casa de un general americano y se produce una discusión sobre la guerra de Vietnam. No se trata de un tema de actualidad, pero los argumentos que se dan podrían servir también para discutir guerras actuales.


Peter conoce a un italiano, Bonfante, que escribe una columna sobre economía en un periódico. Bonfante no tiene mucho dinero y él y su familia viven de forma bastante sencilla. En las discusiones de los dos se tratan temas ecológicos que creo que serían avanzados para la época. Bonfante tiene muy buena opinión del progreso técnico, pero Peter ve el peligro inherente a estos avances, como los detergentes que contaminan comparados con el jabón tradicional o lo que los fertilizantes químicos hacen a la tierra. Peter también mantiene discusiones con su tutor, el señor Small, con el que confronta sus teorías porque a Peter "Algún hada mala, viendo que tenía la cabeza desocupada, debía de haberle impuesto la horripilante tarea de buscar una solución para todas las aflicciones humanas". Tanto Bonfante como el señor Small tienen una visión optimista del futuro aunque desde ideologías diferentes, comunista y capitalista respectivamente. Es curioso comprobar que las profecías que hacían Bonfante y el Sr. Small en los años 60 se han demostrado erradas por ej. que las maquinas sustituirían a los barrenderos (Bonfante) o que los miserables guettos de las ciudades desaparecerían gracias al capitalismo (Sr. Small), nada de eso ha ocurrido de momento. En la parte final de la novela, Peter y el Sr. Small mantienen una interesante discusión sobre el turismo masificado que Peter aborrece.
Entre los intereses de Peter están la ornitología y el arte. No comparto su interés por los pájaros, pero me resultan interesantes sus observaciones sobre arte. Ambos tenemos preferencia por el gótico. Peter visita la Basílica de St Denis, pero lamenta no haber podido visitar el coro, no por las tumbas de los reyes franceses, sino por el coro gótico original del Abbé Suger. Las fotos las hice yo en París el pasado abril, la segunda está hecha en St. Denis. Me gustó mucho cómo los colores de las vidrieras se reflejaban en el mármol blanco de las tumbas de los reyes franceses.

Franny y Zooey - J. D. Salinger

“Los libros que de verdad me gustan son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras. Por ejemplo, Servidumbre humana de Somerset Maugham… Pero nunca se me ocurriría llamar a Somerset Maugham por teléfono. No sé, no me apetecería hablar con él. Preferiría llamar a Thomas Hardy. Esa protagonista suya, Eustacia Vye, me encanta.”
El guardián entre el centeno. J. D Salinger
Con Eric Rohmer posiblemente me hubiera gustado tener una conversación telefónica, o mejor quizás escribirle. Por lo poco que sé del recientemente fallecido Salinger se me antoja un hombre más bien maniático y difícil. Sería mejor dejarle en paz en la soledad que había elegido y no llamarle por teléfono. Tampoco hace falta, con sus libros hay temas de sobra para la meditación.
En “El guardián entre el centeno” hay partes que me gustaron mucho como la relación de Holden con su hermana Phoebe. Pese a todo Holden siempre me pareció un poco irritante por su falta de comprensión de los fallos humanos. Me resultaba pesado quejándose todo el tiempo de todo y de todos. Por eso mi novela corta preferida de Salinger es “Franny y Zooey”. Franny, la protagonista es incapaz de aceptar los defectos de los demás como Holden, pero el final es positivo.
Los protagonistas son miembros de la familia Glass que aparecen en otros cuentos de Salinger. Los padres son antiguos actores de vaudeville y sus hijos, los siete hermanos Glass fueron niños prodigio y participaron sucesivamente durante años en un programa de televisión llamado “Es un niño sabio”. Franny Glass es una universitaria de 20 años que tras una crisis nerviosa se refugia en su casa donde gracias a su hermano Zooey se enfrenta a sus problemas. Franny esta disgustada por la conformidad, la falsedad y el ego. La conclusión viene a ser que no hay porque odiar a la gente aunque este llena de ego porque todos somos humanos al fin y al cabo. Pero entre medias se tratan muchos otros temas interesantes como:

Religión
Salinger profundizó en sus estudios sobre el Budismo y otras religiones. En Franny y Zooey muestra las similitudes entre la religión judeo cristiana y las religiones orientales.

Conformidad
La gente se preocupa por lo que los demás puedan pensar sobre ellos y ansían aceptación. No sólo los burgueses, los bohemios que se creen diferentes también intentan hacer lo correcto para no parecer vulgares como leer a Flaubert.
“Quiero decir que si fuera una chica, alguien de mi dormitorio, por ejemplo, habría estado pintando decorados en una compañía de repertorio todo el verano. O habría recorrido Gales en bici. O habría cogido un apartamento en Nueva York y habría trabajado para una revista o una agencia de publicidad. Es todo el mundo, quiero decir. Todo lo que hace la gente es tan…, no sé…, no es malo, ni siquiera mezquino, tampoco estúpido necesariamente. Simplemente tan minúsculo e insignificante, y deprimente. Y lo peor es que si te vuelves bohemio o algo así de loco, sigues siendo tan conformista como los demás, sólo que de un modo diferente.”

Conocimiento y sabiduría
Franny echa de menos la búsqueda de la belleza y la sabiduría en la universidad. Los poetas que dan clase en su facultad no crean belleza en su opinión. También piensa que la acumulación del conocimiento no es mejor que la acumulación de riquezas. No sirve para nada si no conduce a la sabiduría.

Egocentrismo y creatividad
Franny odia el ego y desea encontrar "el valor de no ser absolutamente nadie". Zooey opina que algunos egos son buenos puesto que hacen la creatividad posible.

Como Wes Anderson ha reconocido “The Royal Tenenbaums” tiene muchas conexiones con “Franny y Zooey” como esta escena del baño que aparece en la imagen.

Mi querido Watson


Sherlock Holmes es uno de los detectives más famosos de la literatura. Es un prodigio para el razonamiento lógico, posee amplios conocimientos científicos y toca el violín.
También consume morfina y heroína, pero sólo hace uso de la droga cuando esta aburrido porque no tiene un trabajo intelectualmente estimulante entre manos. Contra lo que se suele creer no fuma opio e incluso lo desaprueba en una visita que tiene que hacer a un fumadero durante un caso. Sherlock Holmes ha sido llevado al cine en multitud de ocasiones por diferentes actores. El último que recuerdo es Rupert Everett que no lo hizo mal en “El caso de la media de seda” y tiene además el físico y el acento idóneo para el papel. Para muchos aficionados a las novelas, el Holmes de Jeremy Brett es la mejor interpretación hasta la fecha.
Guy Ritchie (ex-marido de Madonna) ha dirigido una nueva versión de Sherlock Holmes en la que Watson es Jude Law y Sherlock Holmes, Robert Downey Jr. La película no esta basada en ninguna novela del canón holmesiano, sino en un comic. Va a ser un Sherlock Holmes con escenas de acción en las que Downey mostrará sus habilidades para la lucha. Ritchie arguye que se han ido añadiendo estereotipos a un personaje que en las primeras novelas tenía 30 años y era aficionado a la esgrima y al boxeo. En cualquier caso, cualquier lector de las novelas sabe que de esa pretendida fidelidad hay muy poco. Incluso su relación con Irene Adler sobrepasa lo platónico en esta película y a juzgar por el trailer es un poco a lo “Maverick”. Con todo y con eso promete ser entretenida, siempre y cuando se acepte por los puristas como una película de acción disfrazada de Sherlock Holmes.
Robert Downey Jr. es un gran actor y ya imitó el acento británico en “Chaplin”. Sin embargo, su físico esta bastante alejado del de Holmes, descrito como un hombre alto, enjuto y con una nariz aguileña sin la que soy capaz de imaginarmelo. Robert Downey ha dicho: “Claramente, voy a hacerlo mejor de lo que se ha hecho nunca”. Bueno, uno a veces no puede evitar conocer sus propias cualidades. Como dijo el propio Sherlock Holmes: “Mi querido Watson, no puedo estar de acuerdo con aquellos que sitúan la modestia entre las virtudes. Para el lógico, todas las cosas deberían ser vistas exactamente como son, y subestimarse es algo tan alejado de la realidad como exagerar las propias facultades.”. De todas formas, creo que hubiera sido más prudente esperar un poco la reacción del público. Si eres un buen actor, al final terminan por reconocertelo.
En cuanto a Jude Law tampoco es el típico Watson porque estamos acostumbrados al estereotipo de hombre maduro con bigotes y no muy atractivo surgido de las películas. Sin embargo, Sherlock Holmes bromea sobre el éxito de Watson con las mujeres en las novelas. Los holmesianos suelen relacionar a Watson con su creador Sir Arthur Conan Doyle porque los dos fueron médicos del Ejército y porque él se inspiro en su profesor Joseph Bell del que fue ayudante para crear a Holmes. Yo diría por la foto que Jude Law podría incluso parecerse un poco físicamente al joven Conan Doyle. En resumen que es el Watson perfecto.


Wonder Boys (I) (Chicos prodigiosos)


Esta novela de Michael Chabon esta basada en parte en su propio bloqueo creativo tras terminar su primera novela y en parte en un antiguo profesor suyo, Chuck Kinder que era una leyenda en la Universidad de Pittsburgh por llevar años escribiendo una novela que ya llevaba 3000 páginas.
Grady Tripp es un obeso profesor de universidad adicto a los porros, adúltero impenitente y patológicamente incapaz de terminar su novela”Chicos prodigiosos”. Grady resulta simpático por su bonhomía y su preocupación por su alumno más prometedor, James Leer. A lo largo de un fin de semana Grady atravesará una la crisis existencial al ser abandonado por su esposa y recibir al noticia de que ha dejado embarazada a su amante, la rectora de la Universidad. Para empeorar las cosas Grady provoca la muerte de un perro, una boa y se ve envuelto en la desaparición de una chaqueta que perteneció a Marilyn Monroe.
Los “wonder boys” a los que hace mención el título son tres. Grady ve reflejados en su alumno James Leer a Terry Crabtree, su editor y a él mismo cuando eran jovenes. Grady conoció a Crabtree en la universidad y se hicieron amigos tras descubrir la admiración de ambos por un oscuro escritor de cuentos de terror del estilo de H.P. Lovecraft, August Van Zorn. Por aquel entonces Crabtree soñaba con ser editor y Grady quería convertirse en el nuevo Faulkner. James Leer es arisco y solitario como Crabtree en su juventud y aspirante a escritor como era Grady. James comete pequeños robos y miente compulsivamente sobre su vida familiar. No es el único joven inmaduro de la novela, Crabtree y Grady roban una tuba de la cinta de equipajes del aeropuerto y se comportan como dos adolescentes provocando el caos allá donde van.
Habiendo leído la novela años atrás lo que mejor recordaba antes de releerla era la parte en que Grady lleva a James a celebrar la pascua judía en casa de sus suegros. Esta parte es considerada por muchos innecesaria y entorpecedora de la narrativa y no es sorpendente que en la película se haya eliminado completamente. Sin embargo, yo tenía en la memoria a James leyendo seriamente su parte del rito. Recordaba también la sorpresa de Grady al encontrarse con una fotografía en el salón de la casa de James, la misma foto que tiene su mujer colgada en casa. En la foto aparecían nueve hombres de aspecto serio con una pancarta donde se leía “Club Sionista de Pittsburgh" formando un arco sobre una estrella de David y unos caracteres hebreos. Grady sabe que el hombre del centro del grupo era Isidore Warshaw, el abuelo de su mujer. El tipo alto y delgado de la esquina de la fotografía es posiblemente el abuelo o bisabuelo de James. Posteriormente Grady le pregunta a James si es judío. James dice que sí pero que sus abuelos abjuraron. Cuenta que una vez en un restaurante pidió cream soda y se pusieron a chillarle, diciendo que era demasiado judío. “Al parecer, tomar un cream soda es lo único que he hecho que puede considerarse propio de un judío” comenta. Grady le pregunta si el seder de los Warshaw le hizo sentirse judío. James contesta que fue interesante y que fueron muy amables, pero que le hizo sentir que no era nada. Hubiera resultado interesante conocer los pensamientos de James en el caso de ser él el que viera la foto en casa de Grady.
Resulta increíble que en una sola ciudad se hayan reunido tantos personajes llenos de color y excentricidad. El problema de la novela sería la acumulación de personajes secundarios interesantes y subtramas. Me gustaría conocer mejor a Terry Crabtree, James Leer, Hannah Green... que se nos ofrecen desde la limitada y emporrada observación de Grady. La lectura del libro enriquece para mí el visionado de la película. El conocer mejor los pensamientos y los sentimientos de los personajes a través de la novela hace observar con atención miradas y gestos de los actores que de otra forma podrían pasar inadvertidos.

Novelas universitarias



Siempre me ha fascinado el sistema educativo inglés y americano. Dentro del inglés prefiero Cambridge y Oxford. ¿Qué puede ser mejor que una educación de calidad en un entorno de maravillosos edificios góticos?. En cuanto a las universidades americanas ¿qué decir? El número de norteamericanos que ha ganado el Premio Nobel por razones científicas es mayor que el del resto del mundo junto. Claro que George Bush Jr. fue a Yale, así que el sistema de admisión tiene que ser un poco particular.
Por eso entre otras razones soy muy aficionada a las “campus novels”, es decir, las novelas centradas en el microcosmos que es un campus universitario.Los pioneros del genero fueron Mary McCarthy con “The Grooves of Academe” (1952) en EEUU y Kingsley Amis con “Lucky Jim” (1954) en Reino Unido. Estas dos no se encuentran entre mis favoritas, a pesar de que otras novelas de Mary McCarthy me gustan mucho. Prefiero las de David Lodge. “Intercambios” (1975) esta llena de humor, aunque tiene un personaje Morris Zapp que representa junto con Howard Belsey de “Sobre la belleza” (“On Beauty” 2005) todo lo peor del académico universitario. Se les puede aplicar lo que Franny de “Franny y Zooey” de Salinger decía de los section man “El caso es que si se trata de un curso sobre Literatura Rusa, por ejemplo, entra, con su camisita de cuello abotonado y su corbata de rayas, y se pone a machacar a Turguenev durante media hora. Luego, cuando termina, cuando ya te ha destrozado a Turguenev empieza a hablar acerca de Stendhal o alguien sobre el cual hizo su tesis de licenciatura. En mi facultad, el Departamento de Lengua Inglesa tiene, como diez suplentes que van por ahí destrozándolo todo, y son tan brillantes que apenas pueden abrir la boca... y perdona la contradicción”. En fin, representan a los que sobreanalizan y descontextualizan de tal forma que arruinan la experiencia reveladora del arte y la lectura para sus alumnos.
Otras interesantes novelas centradas en un campus son “Amor y amistad” (1962) y “Asuntos exteriores” (1984) de Alison Lurie e “Instalado en la cresta de la ola” (“The History Man” 1975) de Malcolm Bradbury.
También hay campus novel que se centran en los alumnos. Una de las más conocidas es “El secreto” (“The Secret History” 1992) de Donna Tartt que se hizo amiga de Bret Easton Ellis cuando ambos estudiaban en Bennington College. En “Las leyes de la atracción” (1987) también ambientada en una universidad Easton Ellis hace referencia a “El secreto” cuando menciona un grupo de estudiantes de clásicas sospechosos de llevar a cabo rituales paganos.

Citas comentadas de Howards End


-Tanto tú, como yo, como los Wilcox, vivimos sobre el dinero como sobre una isla. Está tan segura bajo nuestros pies que olvidamos su misma existencia. Sólo cuando vemos tambalearse a alguien junto a nosotros nos damos cuenta de lo que significa una renta. Ayer noche, mientras hablábamos aquí, junto al fuego, yo empecé a pensar que el alma del mundo es la economía, y que el abismo más profundo no es la falta de amor, sino la falta de dinero.(...) Pero Helen y yo deberíamos recordar, cuando sentimos la tentación de criticar a los demás, que ambas vivimos sobre esas islas, y que la mayor parte de las personas viven bajo la superficie de las aguas. Los pobres no siempre pueden alcanzar a las personas que aman y difícilmente pueden huir de aquellos a quienes ya no aman.
Creo que Margaret tiene razón, solamente a partir de la seguridad económica se puede empezar a pensar en las necesidades de autorrealización a las que se refería Maslow en su pirámide. Si no sabes si vas a comer mañana, sólo piensas en eso.
La segunda parte me recuerda el comienzo de “El gran Gatsby” cuando el narrador dice que su padre le dio un consejo que ha seguido siempre “Cada vez que te sientas inclinado a criticar a alguien –me dijo- ten presente que no todo el mundo ha tenido tus ventajas...”.
-Insisto –prosiguió Margaret con una sonrisa-, y no lo digo con intención didáctica. Me limito a expresar lo que pienso. Yo creo que durante los últimos cien años los hombres han desarrollado el deseo de trabajar y no hay que dejar que ese deseo se extinga. Es un deseo nuevo. Muchos lo consideran malo, pero es bueno en sí mismo y espero que pronto el “no trabajar” sea algo tan sorprendente para las mujeres como el “no estar casada” lo era hace un siglo.
-No tengo experiencia respecto a este profundo desea a que aludes –enunció Tibby.

Por una vez estoy en desacuerdo con Margaret, yo como Tibby tampoco tengo experiencia respecto a ese profundo deseo. La vida de los ociosos aristócratas franceses del siglo XVIII me parece mucho más deseable. Dedicados al arte de la conversación, la escritura de cartas, las fiestas y las relaciones peligrosas. Si nos ponemos más revolucionarios y utópicos también tenemos a Paul Lafargue, el yerno de Karl Marx. Lafargue en su libro “El derecho a la pereza” defiende como derecho del proletariado el ocio que es lo que realmente nos realiza. Por ingenuas e irrealizables que sean las propuestas del libro, la idea que subyace de reducir la jornada laboral gracias a las maquinas resulta muy apetecible. Y revolucionaria también, porque incluso en España ha calado la ética calvinista y los ricos ociosos son mirados con disgusto desde púlpitos de virtud. No comparto ese disgusto, si me tocará la lotería yo tampoco trabajaría mucho.