Terry Crabtree y yo nos conocimos al principio de nuestro penúltimo año de carrera, cuando aterrizamos en la misma clase de narrativa breve, un curso introductorio en el que yo había intentado ser admitido un semestre tras otro. Crabtree se había apuntado por un impulso súbito y fue admitido gracias a un cuento escrito en el instituto, que narraba el encuentro en un balneario entre un envejecido Sherlock Holmes y un joven Adolf Hitler que había viajado de Viena a Carlsbad para robarles sus joyas a viejas damas inválidas. Era, sin duda, un pastiche notable, y más siendo obra de un chico de quince años. El problema era que se trataba de una pieza única. Crabtree no había escrito nada más desde entonces, ni una sola línea. En el relato aparecían detalles sexuales sumamente peculiares, también detectables –todo hay que decirlo- en su autor. En esa época Crabtree era un chico arisco y delicado, con un rostro que era todo frente y dentadura, cuya extrema timidez le llevaba a sentarse siempre al fondo del aula. Vestía un traje muy ceñido y corbata, pasadísimos de moda, y una bufanda de cachemir roja que, cuando apretaba el frío, se anudaba al cuello bajo las solapas levantadas de la americana.(...)
En cada clase se comentaban dos relatos, y en la primera ronda de trabajos me tocó entregar el último, justamente después de Carbtree, quien, según había podido constatar, no hacía el más mínimo esfuerzo por anotar los axiomas que llenaban el viciado aire del aula; además, nunca intervenía en clase, salvo con algún comentario ocasional, lacónico, pero indefectiblemente amable, sobre la banalidad del relato que se estaba comentando en aquel momento. Como es natural, su reserva se interpretaba como signo de arrogancia, y la opinión generalizada, sobre todo cuando lucía su bufanda de cachemir, era que se trababa de un esnob de tomo y lomo. Pero me había percatado desde un principio de que se mordía las uñas, hablaba con un tono de voz bajo e inseguro y se turbaba cada vez que alguien le dirigía la palabra. Siempre estaba en su rincón, embutido en su ceñidísimo traje, pálido y con aire molesto, como si nuestra compañía le incomodase pero su exquisita educación le impidiese decirlo.
Encontré a Crabtree en el recibidor. Estaba solo, contemplando a los que en la sala trataban de bailar al ritmo de The Horse. Tenía una mano metida en el bolsillo y con la otra asía una botella de agua con gas. Parecía que durante mi ausencia hubiese estado tratando de borrar su reputación de Crabtree el Espíritu Burlón, de artista del desmadre, manteniéndose pegado a la pared, solo en medio de su propia fiesta, con aspecto sobrio, aislado y aburrido. (...) Al verlo allí, mirando a los que bailaban, me recordó al James Leer de la noche anterior, un chico sin amigos, corroído por la envidia, merodeando por el jardín de los Gaskell, con la mirada fija en una ventana iluminada.
Chicos prodigiosos, Michael Chabon