Borromini y Bernini






El único inconveniente de aquel excéntrico Borromini era que muchas veces tenías que ver también a Bernini, su cruel rival en el mundo de entonces, a su lado, combinado con él u observándolo con desdén, como en la fuente de la Piazza Navona, donde se dice que el Nilo se cubre la cara para no tener que mirar la “inestable” fachada de Sant´Agnese, y el Plata levanta la mano tembloroso para impedir que se caiga, como esas fotos que se hacen los turistas agarrando la torre de Pisa. Peter detestaba a Bernini y le hacía la higa cuando no lo veían. Personalmente no encontraba nada que objetar en las proporciones de Sant´Agnese, salvo que la estatua de la santa señalándose el pecho con el dedo estaba colgada en un extremo de la balaustrada en lugar de en el centro: ¿Dónde estaban los otros “errores” que a Bernini le parecían tan ridículos? Compró una de esas postales de tamaño gigante y se la envió a Bob, con una flecha que señalaba la iglesia y el mensaje: “¿Qué tiene de malo esta fachada? Por favor, infórmame. Peter”.
Había empezado a comprar catálogos, postales, grandes reproducciones en papel cuché; invirtió en una historia de la arquitectura de bolsillo, en un espejito para ver los frescos de la Capilla Sixtina, en una agenda y en un diario en el que anotaba sus reflexiones. Incluso deseó tener una cámara fotográfica. O saber dibujar. Aunque antes solía censurarle a su madre que se gastara el dinero en postales y le decía que debía confiar en su memoria, se quedó muy compungido al ver que en Anderson´s sólo tenían una mísera reproducción de los maravillosos ángeles que parecen anidar en las bóvedas de San Giovanni in Laterano. Esperaba encontrar un montón de particolari donde escoger, que le recordaran, de vuelta en París, la mañana que descubrió aquel fantástico aviario de querubines y poco le faltó para desmayarse de gusto.
De no ser por Borromini, Peter no estaba seguro de que le gustara el barroco y se preguntaba si las razones por las que le gustaba no serían, para alguien como Bob, espurias: las sedosas criaturas simétricas que ponía por todos lados, de pie en los campanarios, anidadas en los techos abovedados, ocultas en los gallones, disimuladas en las columnas u observando desde los frontones. A Borromini debían de gustarle las alas, pues por lo general les ponía dos pares a sus ángeles, como pequeñas piezas de ropa, uno abierto y el otro cerrado. Y también debían de gustarle las estrellas, las plantas, las hojas, las flores, las bellotas. Peter había llegado a apreciar profundamente esa delicada manera de rimar lo cóncavo y lo convexo, que parecía ser el “lenguaje” del maestro, y el movimiento de la escayola, como si fuera una cinta, alrededor de las ventanas, que le recordaba a cuando su madre glaseaba los pasteles, el azúcar formando volutas en el cuchillo antes de ser extendida. Le parecía leer mensajes codificados de la Madre Naturaleza en las cabezas gigantes de los halcones de ojos adustos (con pechos de mujer) que coronaban los pilares del Palazzo Falconieri y en las bellotas que colgaban como pendientes en la Sapienza y en el Colegio de Propaganda Fide, perforando pequeños agujeros en la carne de piedra. El tipo debía tener un extraño sentido del humor. Sin embargo, Bob le había contado que se había suicidado.

Pájaros de América, Mary McCarthy

Mary McCarthy además de haber escrito dos libros sobre ciudades italianas, “Piedras de Florencia” y “Venecia observada” escribe prolijamente sobre Roma en “Pájaros de América”. Su protagonista Peter Levi tiene igual que yo preferencia por el gótico y obsesión por la ética (en su caso Kantiana). Cuando leí la novela me empecé por tanto a interesar por el arquitecto barroco Borromini (sin tanta pasión como Peter y sin despreciar a Bernini). Me dirigí a la biblioteca para buscar algún libro sobre él y encontré que el libro que tenían lo había escrito nada menos que Anthony Blunt. De Blunt he leído incluso la biografía porque otro de los temas en los que me ha gustado indagar desde hace muchos años son los cinco espías de Cambridge:. Más sobre ellos aquí:


Al final todos los caminos conducen a Roma.