Un día como cualquier otro, demasiado igual a todos los otros,
sospechosamente igual, algo no anda bien. ¿Trajiste el arma? ¿Sí? ¿La
tenés martillada? Entonces no tenés de qué preocuparte. Que se preocupen
los otros. Son ellos, los pecadores, los que deben arrepentirse,
deberían rezar. Alguien tiene que barrer con toda ésta mugre. Mirás la
gente que camina por las calles: putos, drogradictos, zurditos, son
todos herejes, son todos putos. Ellos no tienen fe, por eso deben morir.
Soy un instrumento de Dios, soy el ángel de la muerte.
No aguantás
más, querés explotar, querés terminar tu sufrimiento y el de toda esa
gente horrible que camina por las calles. Y de pronto en una esquina te
lo cruzas a él. Y despierta toda tu ira. La miseria en su rostro pide
purificación, he de poner fin a su penosa existencia, pero tan pronto me
acerqué a él fui invadido por una profunda desesperación espontánea que
me condujo a huir de allí, hundirme en la cama de una habitación
oscura, en un edificio abandonado, en una calle sin nombre ni ley.
Esconderse, desaparecer, ser invisible, implotar, volverse polvo.
Demasiado es el dolor en este mundo, demasiada vida perdida sin razón ni
motivo, tantas razones o motivos sin vida, tanta causa ficticia, tanta
mentira junta hacen la verdad, y a pesar del alcohol y toda distorsión
la realidad es más real.
No hay nada que hacer, ya estoy demasiado
viejo, demasiado podrido por dentro. Demasiado tarde para cambiar nada,
el mundo ha muerto, Dios es una piedra en la zapato de la evolución,
todos deben saberlo, nadie ha de ignorarlo, que mi muerte tenga sentido,
que se divulgue el mensaje, que mi salto de libertad traiga paz, amor y
armonía al mundo.