“La solución final” recrea la
Conferencia de Wannsee que tuvo lugar en
1942 y donde quince jerarcas nazis se reunieron en una mansión a las afueras de Berlín para decidir el destino de millones de judíos. Aunque al final de la reunión se ordenó a los asistentes que se deshicieran de las actas, durante el proceso de Nurenberg se encontró una carpeta de uno de los asistentes donde se detalla el sumario de la reunión. La película se ajusta con fidelidad a lo que se sabe de los hechos históricos ocurridos allí.
La duración de la película se ajusta casi a la duración real de la reunión. El director
Frank Pierson consigue mantener el interés en una película en la que no hay apenas cambios de escenario. La interpretación de los actores contribuye de manera clave al resultado. La mesa está preparada según el protocolo, los sitios están señalados con tarjetas, los vinos y la comida han sido cuidadosamente elegidos. El ambiente es muy similar al de una reunión de empresa. Los asistentes comen, beben e incluso bromean entre ellos. Las estadísticas sobre la eficiencia de las cámaras de gas se leen con frialdad como si fueran las cifras de contabilidad de un negocio. Se discuten conceptos como judíos mixtos de segundo y de tercer grado y cuales deben ser esterilizados y cuales
“evacuados”. La película se presta a miles de reflexiones sobre la naturaleza del poder, las contradicciones dentro de la jerarquía nazi, la psicología de los personajes y su capacidad para el mal. Están tan acostumbrados a no considerar a los judíos como seres humanos que no se dan cuenta de la verdadera dimensión de la decisión que están tomando.
Reinhard Heydrich (Kenneth Branagh) conduce la reunión con suavidad y finge considerar la opinión de los que no están de acuerdo, pero las decisiones han sido tomadas ya por las SS. La finalidad de la reunión es conseguir la colaboración de todos los departamentos gubernamentales implicados. Resulta fascinante observar cómo manipula a todos los reunidos para conseguir su asentimiento. Su persuasión tiene lugar durante la reunión y también cuando se lleva aparte a los que disienten para sugerirles lo que les puede pasar si no ceden. El asentimiento es dado de buen grado o a regañadientes, pero queda claro que es la única respuesta posible.
Eichmann (Stanley Tucci) aunque subordinado de
Heydrich destaca por su fría eficiencia, una buena muestra de lo que
Hannah Arendt llamó la “banalidad del mal”.
Alguien presenta objeciones porque considera que los judíos son obra de mano barata, otros asienten de buen grado y alguno siente un sádico regocijo ante la perspectiva. El
Dr Wilhelm Stuckart (Colin Firth), jurista coautor de las leyes de Nuremberg sorprende al oponerse al exterminio, pero pronto queda claro que se opone a los medios, no a los fines. Las propuestas van contra la ley que contribuyó a escribir, él quiere conseguir su extinción en el plazo de una generación a través de la esterilización. Arguye que él los odia más que nadie, pero actuar al margen de la ley matándolos será convertirles en mártires. Todas las objeciones de Stuckart son refutadas y rechazadas.
Aparte de Stuckart la única negativa enérgica al proyecto viene de
Kritzinger, secretario de la chancillería del Reich. Es el único que parece darse cuenta de que van a cometer un crimen. Finalmente al igual que Stuckart sucumbe a la presión y las amenazas de Heydrich. Cualquier expresión de simpatía hacia los judíos o una oposición al plan les hubiera acarreado la cárcel o la muerte casi con toda seguridad. Cabe preguntarse qué habríamos hecho la mayoría de la gente en su lugar, quedarnos callados y conservar la vida u optar por la heroicidad de atenernos a nuestros principios.
Al final de la película aparece escrito el destino de los 15 asistentes y resulta curioso que varios de ellos fueron puestos en libertad tras el juicio de Nuremberg por falta de pruebas lo que también da que pensar.