Tom Ripley



Decían que los ojos eran el espejo del alma, que a través de ellos se veía el amor, que eran el único punto por donde podía contemplarse a una persona y ver lo que realmente ocurría en su interior, pero en los ojos de Dickie no pudo ver más de lo que hubiera visto de estar contemplando la superficie dura e inanimada de un espejo. Tom sintió una punzada de dolor en el pecho y se cubrió el rostro con las manos. Era como si, de pronto, le hubiesen arrebatado a Dickie. Ya no eran amigos. Ni siquiera se conocían. Era como una verdad, una horrible verdad, que le golpeaba como un mazazo y no quedaba allí, sino que se extendía hacía toda la gente que había conocido en su vida, y la que conocería: todos habían pasado y pasarían ante él y, una y otra vez, él sabría que no lograría llegar a conocerles jamás y lo peor de todo era que siempre, invariablemente, experimentaría una breve ilusión de que sí les conocía, de que él y ellos se hallaban en completa armonía, que eran iguales. Durante unos instantes, la conmoción que sentía al darse cuenta de aquello le pareció más de lo que podía soportar. Le parecía estar sufriendo un ataque, a punto de caer desplomado al suelo. Era demasiado: el hallarse rodeado de personas extranjeras, personas que hablaban un idioma que no era el suyo, su fracaso, el hecho de que Dickie le odiaba. Se sintió rodeado por un ambiente extraño y hostil.


El talento de Mr. Ripley, Patricia Highsmith