Listas (III)



Fue hacia el botiquín, que estaba sobre el lavabo, contra la pared. Abrió la puerta de espejo y dio un repaso a los congestionados estantes con la mirada —o más bien, el bizqueo magistral— de un experto jardinero de botiquín. Ante ella, en exuberantes hileras, se extendía una legión, por así decirlo, de dorados productos farmacéuticos, amén de varios utensilios técnicamente menos indígenas. En los estantes había yodo, mercurocromo, cápsulas de vitaminas, seda dental, aspirina, Anacina, Bufferin, Argirol, Musterole, Ex-Lax, leche de magnesia, Sal hepática, Aspergum, dos navajas Gillette, una navaja inyectora Sckick, dos tubos de crema de afeitar, una foto curvada y algo rota de un grueso gato blanco y negro dormido sobre la baranda de un porche, tres peines, dos cepillos, una botella de ungüento Wildroot para el cabello, una botella de Eliminador de caspa Fitch, un frasco pequeño, sin etiqueta, de supositorios de glicerina, gotas para la nariz Vicks, Vicks VapoRub, seis pastillas de jabón de Castilla, los fragmentos de tres entradas para una comedia musical de 1946 (Llámame Mister), un tubo de crema depilatoria, una caja de Kleenex, dos conchas de mar, un surtido de limas usadas, dos tarros de crema limpiadora, tres pares de tijeras, una canica azul sin defectos (conocida por los jugadores de canicas, al menos en los años veinte, como una «pieza pura»), una crema para cerrar los poros, un par de pinzas, el chasis sin cadena de un reloj de pulsera femenino, una caja de bicarbonato de sosa, un anillo de internado femenino con un ónice resquebrajado, una botella de Stopette, e, inconcebiblemente o no, muchas cosas más.

Franny y Zooey, J. D. Salinger