El alma adora nadar.
Para nadar es preciso extenderse sobre el vientre. El alma se disloca y huye. Huye nadando. (Si vuestra alma huye cuando os encontráis de pie, o sentados, o con las rodillas o los codos doblados, para cada posición corporal diferente el alma partirá con un modo de andar y una forma también diferentes; esto lo estableceré más tarde).
Se habla a menudo de volar. No es eso. Lo que hace el alma es nadar. Nada como las serpientes y las anguilas; nunca de otro modo.
Numerosas personas tienen así un alma que adora nadar. Se las denomina vulgarmente perezosas. Cuando el alma a través del vientre abandona el cuerpo para nadar, se produce una liberación tal de no sé qué; es como un abandono, como un goce, como una relajación tan íntima…
El alma va a nadar en la caja de la escalera o en la calle, según la timidez o la audacia del hombre, pues siempre guarda un hilo entre ella y él, y si este hilo se rompiese (es a menudo muy delgado aunque se precisaría una fuerza espantosa para romperlo) sería terrible para ambos (tanto para ella como para él).
Cuando se encuentra pues el alma nadando a lo lejos, gracias a este simple hilo que liga al hombre con el alma, se derraman volúmenes y volúmenes de una especie de materia espiritual, como el barro, como el mercurio o como el gas -goce sin fin.
Por eso el perezoso vuélvese cerril. No cambiará nunca. Por eso es también que la pereza es la madre de todos los vicios. ¿Hay acaso algo más egoísta que la pereza?
La pereza tiene también fundamentos que el orgullo no posee.
Pero siempre la gente se encarniza con los perezosos.
Cuando están recostados los golpean, les echan agua fría sobre la cabeza; no les queda otra cosa que apresurarse a hacer regresar su alma. Os miran entonces con esa mirada de odio tan conocida y que observamos particularmente en los niños...
Henri Michaux