A contracorriente
Me gusta que mis amigos sean perfectos. No siento resentimiento por tus conchas, o porque tienes un carácter mucho mejor que el mío. Me pone feliz. ¿No existe ya nada que sea una rivalidad sana, una noble emulación, como los Juegos Olímpicos o una competición poética ¿Tiene hoy en día que estar todo envenenado?. Esta horrible vida bohemia que ves aquí, con tazas de color lila y barbas y plásticos, es una nivelación real, peor que en los suburbios, donde uno entra en franca competición con los vecinos, por tener el coche más nuevo o hacer las mejores tartas. Soy capaz de comprender esto. Yo soy así también. Pero aquí nadie compite, a no ser que se dé una oculta lucha por ver quién logra tener la casa más sórdida o dar las peores fiestas. (…)
En Juneau había una mujer loca que siempre corría por las calles en bicicleta, vestida con una especie de traje de circo, con pantalones y una chaqueta roja, y con la cara pintada de blanco y rojo. Me parece que soy ella cuando paso por la calle Mayor, aquí, con un traje normal y con medias. Todo el mundo me mira. Soy antisocial. El otro día, en el banco, una de las matronas de la localidad llegó a tirarme del brazo y a preguntarme por qué llevo medias. “Nadie las lleva aquí”, me informó.
-Siempre has sido una rebelde –Dijo Dolly-. Te pasaría lo mismo si vivieras en Scarsdale.
-No –replicó Martha-. Si viviera en Scarsdale, no me importaría lo que dijeran los vecinos. Y no pretendería reformarlos.
-¿Quieres reformar a los de aquí? –preguntó Dolly, con una sonrisa perpleja.
Martha asintió.
-Naturalmente. Intento dar un ejemplo. No es sólo vanidad, también hay un impulso de corrección. “Haz que así tu luz brille ante todos los hombres”. El colmo de mi necedad es esto. John y yo nos ponemos en ridículo con nuestros modales cuidados. Lo sé, pero no quiero renunciar. Es una forma de fanatismo. Podrán matarme, me digo con grandilocuencia, pero no lograrán que sea como ellos.
Una vida encantada, Mary Mc Carthy