Jim Prideaux y Jim Roach (Jumbo)

—De todos modos, eres un buen observador. Sí, se nota que lo eres. Nosotros, los solteros, siempre somos buenos observadores. Y es natural, porque no tenemos a nadie en quien confiar, ¿no crees? Sólo tú te has dado cuenta de mi llegada. Me has dado una verdadera sorpresa, cuando he visto que me habías descubierto mientras yo estaba ahí, aparcado en el horizonte. Pensaba que eras un fantasma. Me jugaría cualquier cosa a que Bill Roach es el mejor observador de la escuela. Siempre y cuando lleves las gafas puestas, claro está. ¿Verdad?
Agradecido, Bill Roach se mostró de acuerdo:
—Sí, es verdad.
(…)
Durante las vacaciones de verano, mientras sufría las incomodidades de trasladarse de un hogar a otro, aceptado y rechazado, Bill Roach vivió preocupado, pensando en Jim, pensando si la espalda le dolía o no, y qué hacía para ganarse la vida, ahora que no tenía a nadie a quien enseñar francés, y solamente la paga de medio trimestre para ir tirando. Peor todavía, Bill Roach se preguntaba si Jim estaría en la escuela cuando comenzara el curso, ya que Roach tenía la extraña sensación, una sensación que era incapaz de describir, de que Jim se encontraba tan poco arraigado en la superficie del mundo que cualquier día iba a caer en un vacío. Temía que Jim fuera como él, un ser sin el natural peso de gravedad preciso para tenerse en pie. Recordó las circunstancias de su primer encuentro, y, en particular, las preguntas de Jim referentes a sus amigos, y Roach experimentó tanto terror de que, de la misma manera que había defraudado a sus padres, en el aspecto del afecto, ahora hubiera defraudado a Jim, debido principalmente a la diferencia de edad que mediaba entre ellos. Y, en consecuencia, Roach temía que Jim hubiera seguido su camino, y que ahora estuviera ya en otro lugar, buscando un compañero, examinando, con sus pálidos ojos, a los alumnos de otras escuelas. Roach también imaginaba que Jim, lo mismo que él, había tenido un gran afecto en su vida, un afecto que le había defraudado y que ansiaba sustituir por otro. Pero, aquí, el pensamiento de Bill llegaba a un callejón sin salida, porque no tenía la menor idea del modo en que los adultos se amaban entre sí.
(…)
En aquel trimestre, Jim dio apodo a Roach. Dejó de llamarle Bill, y le llamó «Jumbo». No alegó razón alguna del apodo, y Roach, tal como ocurre en todo bautizo, no se encontró en situación de poner objeciones. En agradecimiento de lo dicho, Roach se atribuyó el cargo de protector de Jim. En el mundo interior de Roach, el cargo se configuraba bajo la forma de protector—regente, un protector que sustituía al desaparecido amigo de Jim, fuera quien fuese.
(…)
Durante el resto del trimestre, Jim se comportó, a juicio de Roach, de un modo muy parecido al que se portaba su madre, cuando su padre estaba ausente. Dedicaba mucho tiempo a cosas sin importancia, como, por ejemplo, disponer las luces del escenario, en vistas a la representación teatral de la escuela, remendar las redes de las porterías de fútbol, y, durante las clases de francés, daba larguísimas explicaciones para corregir pequeños errores. Sin embargo, abandonó totalmente las actividades importantes, como, por ejemplo, sus paseos, y su solitario juego de golf. Y, al anochecer, se recogía temprano, y nunca iba al pueblo. Peor todavía era la vaciedad de su mirada, cuando Jameson le sorprendía con una de sus travesuras, y el modo en que se olvidaba de muchas cosas, durante las clases, incluso de dar los cartones rojos de recompensa al mérito. Roach tenía que recordárselo todas las semanas.
Para ayudarle en aquella situación, Roach se encargó de la tarea de regular las luces. Durante los ensayos, Jim le dirigía una señal, levantaba el brazo y lo dejaba caer al costado, y, entonces, Bill, y nadie más que Bill, bajaba la intensidad de las luces del escenario. Sin embargo, con el paso del tiempo, Jim pareció reaccionar favorablemente al tratamiento, y su mirada se hizo más clara, y volvió a estar atento a todo, mientras la sombra de la muerte de su madre se alejaba. En la noche de la representación teatral, Jim estuvo alegre a más no poder. Aquél fue el momento en que Roach más alegre le había visto, en cuanto podía recordar. Mientras, fatigados y triunfantes, volvían al edificio principal, después de la representación, Jim le gritó:
—¡Eh, Jumbo, tontaina! ¿Adónde vas sin impermeable? ¿No ves que está lloviendo?
Luego, Roach oyó que Jim explicaba a uno de los padres que habían acudido para ver la representación:
—Su verdadero nombre es Bill. Cuando yo llegué, él acababa de llegar. Los dos éramos nuevos, aquí. 
Por fin, Bill Roach había llegado a convencerse de que el revólver no había sido más que un sueño.

FIN 

El topo, John Le Carre

Tinker, Tailor, Soldier, Spy (El topo) como toda buena novela de espías no habla sólo del espionaje; habla de traición, desilusión, desconfianza, soledad, aislamiento, de una cierta tristeza…
La historia se basa en hechos reales y el topo de Le Carre guarda gran parecido con Kim Philby, el espía doble que tan eficazmente engañó a los servicios secretos británicos durante años. Kim Philby no fue el único, junto a él fueron descubiertos a lo largo del tiempo cuatro hombres más, reclutados todos ellos en la Universidad de Cambridge. Un poco más de ellos aquí:

http://esnobismoanglofrancofilo.blogspot.com.es/2009/10/los-apostoles-de-cambridge.html

El agente Smiley sin embargo pudo jubilarse tranquilo porque aparentemente el MI5 no volvió a padecer penetraciones desde entonces.

Jim Prideaux y Bill Haydon

«Querido Fan, me atrevo a insinuarle que mueva un poco su persona por ahí, a fin de investigar un poquito la personalidad de un joven caballero cuyo nombre le doy en el adjunto fragmento de piel humana» (Una superflua nota de los inquisidores aclaraba que el estudiante en cuestión era Prideaux.) «Probablemente considera usted a Jim —si es que le conoce— un atleta notable. Lo que usted no sabe, y debiera saber, es que Jim es un lingüista en modo alguno desdeñable, y que no tiene ni un pelo de idiota...» (A continuación constaba un resumen biográfico sorprendentemente detallado y exacto: Lycée Lakanal de París, matriculado en Eton aunque no ingresó, externo en los jesuitas de Praga, dos semestres en Strasburgo, padre banquero en Europa, pequeña aristocracia, vida independiente... )...) 
«De ahí los amplios conocimientos que de extranjeras tierras atesora Jim, y también su ligero aire de huérfano que encuentro irresistible. Dicho sea incidentalmente, pese a que está formado por diferentes partes de Europa, no debemos dejarnos inducir a error por ello, ya que Jim, en su versión completa, es íntegramente nuestro. En la actualidad es un muchacho un tanto entregado a formularse preguntas y a la exploración mental, debido a que acaba de darse cuenta de que hay un Mundo situado más allá de los límites de las aulas, y este Mundo soy yo.» 
« Pero primero debo contar cómo le conocí.» 
«Como usted sabe, querido Fan, obedeciendo a una costumbre mía (y órdenes suyas), de vez en cuando me atavío con arábigas prendas y bajo a los zocos, en donde me siento entre los grandes guarros, y presto oídos a las palabras y al mundo de sus profetas, con la finalidad de poderlos confundir mejor, cuando el día llegue. Aquel día, el agorero en vogue, procedía del mismo corazón de la Madre Rusia. Se trataba de cierto académico llamado Kblebnikov, actualmente agregado a la Embajada soviética en Londres, hombrecillo alegre y simpaticón, que acertó a decir unas cuantas cosas ingeniosas, entre las habituales tonterías. El zoco en cuestión era un club de debates llamado los «Populares», rival nuestro, mi querido Fan, y bien conocido por usted, gracias a otras incursiones que en él he efectuado. Después del sermón nos sirvieron un horriblemente proletario café con leche, acompañado de un terriblemente democrático panecillo, y me fijé en un corpulento muchacho que estaba sentado solo, en el fondo de la sala, por ser, al parecer, demasiado tímido para alternar con los demás. Su cara me era algo conocida, por haberla visto en el campo de cricket, ya que jugamos en un mismo equipo ocasional y tontamente formado, sin que intercambiáramos ni media palabra. La verdad es que, no sé cómo describir a este muchacho. En serio, Fan, este chico tiene las cualidades precisas.» 
En este punto, la caligrafía, hasta ahora rígida e incómoda, adquiría un trazo holgado y fluido, al entrar en calor el autor de la carta: 
«Tiene esta pesada serenidad que impone. Hombre de cabeza dura, en el sentido literal de la palabra. Es uno de estos hombres astutos y silenciosos que dirigen el equipo sin que nadie se dé cuenta. Fan, usted sabe muy bien lo mucho que me cuesta actuar. Sin cesar tiene usted que recordarme, recordarme intelectualmente, que si no pruebo los peligros de la vida nunca llegaré a conocer los misterios de la misma. Pero Jim actúa por instinto... es funcional... Es mi otra mitad. Entre él y yo formaríamos un hombre maravilloso, con la sola salvedad de que ninguno de los dos sabe cantar. Y, querido Fan, ¿ha experimentado alguna vez la sensación de que forzosamente, de un modo irremediable, ha de trabar amistad con un desconocido o, de lo contrario, el mundo se derrumbará?» 
Aquí, la caligrafía volvía a disciplinarse. 
«—Yavas Lagloo —le dije, palabras que, si no me equivoco, significan, en ruso, "vayarnos juntos a la cabaña del bosque", o algo parecido— y él me contestó: "Ah, hola", que es lo que, a mi parecer, hubiera dicho si el arcángel Gabriel hubiese pasado por allí.» 
«—¿Qué dilema tienes? —le pregunté.» 
«—Ninguno —repuso, después de pensar durante casi una hora.» 
«—¿En este caso, qué haces aquí? ¿Si no tienes un dilema, por qué has entrado?» 
«Y, entonces, formó una grande y plácida sonrisa, nos acercamos al gran Khlebnikov, le estrechamos y sacudimos la pezuña durante un buen rato, y nos fuimos a mis habitaciones. En donde bebimos. Y bebimos. Y, querido Fan, Jim se bebió cuanto líquido vio. O quizá fui yo, no lo recuerdo. Y, cuando vino el alba, ¿sabe lo que hicimos? Pues se lo voy a decir, querido Fan. Nos dirigimos solemnemente al campo de deportes, yo me senté en un banco, cronómetro en ristre, el gran Jim se atavió de atleta y dio veinte vueltas. Veinte. Quedé agotado». 
«Cualquier día iremos a verle, querido Fan, por cuanto Jim no pide más que estar en mi compañía o en la de mis perversos y divinos amigos. En resumen, me ha nombrado su Mefistófeles particular, y estoy vastamente emocionado por tal honor. A propósito, es virgen, mide unos dos metros y medio, y parece construido por la misma firma que hizo las pirámides. No se alarme, sin embargo.» 
Así terminaba el documento. Smiley volvió con impaciencia las amarillentas páginas, en busca de manjares más fuertes. Los profesores de ambos hombres atestiguan (veinte años después) que es inconcebible que entre los dos hubiera algo más que una relación «puramente amistosa»... No se pidió el testimonio de Haydon. El profesor expresamente asignado a Jim dice que es «intelectualmente omnívoro, después de un largo período de inanición», y rechaza toda posibilidad de que fuera «rojillo». La entrevista que tiene lugar en Sarratt comienza con largas excusas, en atención a la soberbia hoja de servicios de Jim durante la guerra. Después del amaneramiento de la carta de Haydon, las respuestas de Jim son agradablemente francas y directas. 

El topo, John Le Carre

Tinker, Tailor, Soldier, Spy (El topo) no es una película luminosa, predominan los tonos sepia, el vestuario gris y el ritmo pausado. Lo que hace un buen espía de un hombre como Smiley es su capacidad para desaparecer y fundirse en su entorno. Es un personaje muy distinto de los que Gary Oldman ha interpretado a lo largo de su carrera. O quizás no tan distinto del actor que reconoce que cuando va por la calle raramente es reconocido.

Los actores tienen que condensar páginas de la novela con una simple expresión y dos frases. Como la mirada de Oldman cuando se reconoce en una de las fotos de los sospechosos de ser “el topo” que Control había pegado sobre unas piezas de ajedrez. Y uno de los aciertos de la adaptación es el añadido de la escena de la fiesta de Navidad que no figura en la novela de Le Carre. En ella se da de manera muy sutil con una sola mirada la clave de la relación de Jim Prideaux (Mark Strong) y Bill Haydon (Colin Firth).

Jim Prideaux

En el curso de aquel trimestre de verano, los chicos de la escuela honraron a Jim dándole un apodo. Probaron varios apodos, antes de encontrar uno que les dejara satisfechos. Primero probaron el apodo de «Soldado» que reflejaba los matices militares de su personalidad, sus ocasionales y totalmente inocentes palabrotas, y sus solitarios paseos por Quantocks. De todos modos este apodo no cuajó, por lo que los chicos probaron los de «Pirata» y «Goulash». Este último se lo dieron por su afición a la comida fuerte, por el olor a cebollas y pimienta que llegaba a sus narices, en cálidas oleadas, cuando pasaban por el Hoyo, camino de Evensong. También le llamaban «Goulash» por su perfecto acento francés, que tenía cierta calidad espesa, como de salsa. Spikely, de la clase Quinta B, sabía imitar de maravilla el acento de Jim. «Ya has oído la pregunta, Berger. ¿Qué está mirando Emil? —convulsivo ademán de la mano derecha—. Y no me mires así, que no soy un fantasma. Qu'est ce qu'il regarde, Emil, dans le tableau que tu as sous le nez? Mon cher Berger, si no se te ocurre pronto una decente frase en francés je te jetterai toute suite par la porte, tu comprends, pedazo de animal?» 
Pero estas terribles amenazas jamás fueron llevadas a efecto, ni en francés ni en inglés. Se daba la rara circunstancia de que las amenazas aumentaban la aureola de bondad que no tardó en rodear a Jim, una bondad que sólo puede darse en los hombres corpulentos, contemplados con ojos infantiles. Sin embargo, «Goulash» tampoco les dejó satisfechos. En el apodo faltaba el matiz de fortaleza que había en la personalidad de Jim. No reflejaba el carácter apasionadamente inglés de Jim. 
(…) 
Pese a sus tendencias a ser tolerante, Jim gozaba del prestigio de conocer a fondo la mentalidad delincuencial. Se dieron varios ejemplos de lo anterior, pero el más destacado ocurrió pocos días antes de que terminara el trimestre, el día en que Spikely descubrió en la papelera de Jim un borrador de las preguntas del examen del día siguiente, y lo alquiló a sus compañeros al precio de cinco peniques. Fueron varios los muchachos que pagaron el precio y, además, pasaron una triste noche aprendiéndose de memoria las respuestas, a la luz de una linterna, en el dormitorio. Pero, en el momento del examen, Jim formuló unas preguntas totalmente diferentes. 
—Estas preguntas las podéis leer y releer gratis —gritó. 
Y se sentó. Abrió el «Daily Telegraph» y se entregó a la lectura de las últimas opiniones de los fantasmas, que eran, según habían llegado a averiguar los alumnos, casi todos los individuos con pretensiones intelectuales, incluso en el caso de que escribieran en defensa de la causa de la Reina. 
(…) 
Por fin, se produjo el incidente de la lechuza, que ocupo un lugar aparte en la mente de los alumnos y en la opinión que de Jim tenían, debido a que en él intervino la muerte, fenómeno ante el que los niños reaccionan de manera diversa. Seguía haciendo frío, por lo que Jim llevó a la clase un recipiente con leños, y un miércoles encendió la chimenea, se sentó de espaldas al calor y procediendo a leer un dictée. Primeramente, cayó un poco de hollín, de lo que Jim no hizo caso, y luego cayó la lechuza, una lechuza grande que había anidado en la chimenea, sin la menor duda, durante los abundantes veranos e inviernos del mandato de Dover, en que la chimenea no funcionó. La lechuza estaba ahumada, deslumbrada, y con el cuerpo negro de tanto darse contra las paredes. Cayó en el fuego, y luego saltó al suelo, quedando allí, formando una pelota y rebullendo con ruido de aleteo, como un mensajero del infierno, jorobada pero respirando, con las alas abiertas, mirando directamente a los muchachos a través del hollín que le cubría los ojos. Todos quedaron atemorizados. Incluso Spikely, el héroe, estaba atemorizado. Todos salvo Jim, quien en un abrir y cerrar de ojos, cogió a la lechuza, le plegó las alas, y con ella salió de clase, sin decir palabra. Pese a que los alumnos aguzaron el oído, nada oyeron, hasta que por fin les llegó el sonido del manar de agua, al final del corredor, indicativo de que Jim se estaba lavando las manos.
—Está meando —dijo Spikely. 
Y estas palabras provocaron risas nerviosas. Pero, al salir de clase, descubrieron a la lechuza, plegada, formalmente muerta, esperando el entierro, sobre un montón de leña, junto al Hoyo. Los más valerosos comprobaron que la lechuza tenía el cuello quebrado. Sólo un guardabosques, dijo Sudeley, quien tenía uno en su casa, era capaz de matar tan hábilmente a una lechuza. Entre los restantes miembros de la comunidad de Thursgood la opinión que Jim merecía no era tan unánime. La sombra del señor Maltby, el pianista, no se había desvanecido todavía. La matrona, coincidiendo con Roach, sostenía que Jim era un héroe y que necesitaba ayuda; era un milagro que se pudiera desenvolver en la vida, con semejante espalda. 

El topo, John Le Carre 

Aunque la versión cinematográfica de “El topo” me ha gustado mucho, el límite temporal de la película ha impedido que en algunos aspectos sea tan completa como la serie que realizó la BBC en 1979. El actor que interpreta a Jim Prideaux (Mark Strong) me parece que hace una interpretación más que correcta. Sin embargo, el guión no profundiza en el personaje y se pierden las cualidades que lo hacen tan entrañable en el libro. De hecho, el incidente de la lechuza en la película es mucho más brutal y menos propio de Jim.
La primera foto es de la serie del 79 y el resto de la película del 2011.