Jim Prideaux

En el curso de aquel trimestre de verano, los chicos de la escuela honraron a Jim dándole un apodo. Probaron varios apodos, antes de encontrar uno que les dejara satisfechos. Primero probaron el apodo de «Soldado» que reflejaba los matices militares de su personalidad, sus ocasionales y totalmente inocentes palabrotas, y sus solitarios paseos por Quantocks. De todos modos este apodo no cuajó, por lo que los chicos probaron los de «Pirata» y «Goulash». Este último se lo dieron por su afición a la comida fuerte, por el olor a cebollas y pimienta que llegaba a sus narices, en cálidas oleadas, cuando pasaban por el Hoyo, camino de Evensong. También le llamaban «Goulash» por su perfecto acento francés, que tenía cierta calidad espesa, como de salsa. Spikely, de la clase Quinta B, sabía imitar de maravilla el acento de Jim. «Ya has oído la pregunta, Berger. ¿Qué está mirando Emil? —convulsivo ademán de la mano derecha—. Y no me mires así, que no soy un fantasma. Qu'est ce qu'il regarde, Emil, dans le tableau que tu as sous le nez? Mon cher Berger, si no se te ocurre pronto una decente frase en francés je te jetterai toute suite par la porte, tu comprends, pedazo de animal?» 
Pero estas terribles amenazas jamás fueron llevadas a efecto, ni en francés ni en inglés. Se daba la rara circunstancia de que las amenazas aumentaban la aureola de bondad que no tardó en rodear a Jim, una bondad que sólo puede darse en los hombres corpulentos, contemplados con ojos infantiles. Sin embargo, «Goulash» tampoco les dejó satisfechos. En el apodo faltaba el matiz de fortaleza que había en la personalidad de Jim. No reflejaba el carácter apasionadamente inglés de Jim. 
(…) 
Pese a sus tendencias a ser tolerante, Jim gozaba del prestigio de conocer a fondo la mentalidad delincuencial. Se dieron varios ejemplos de lo anterior, pero el más destacado ocurrió pocos días antes de que terminara el trimestre, el día en que Spikely descubrió en la papelera de Jim un borrador de las preguntas del examen del día siguiente, y lo alquiló a sus compañeros al precio de cinco peniques. Fueron varios los muchachos que pagaron el precio y, además, pasaron una triste noche aprendiéndose de memoria las respuestas, a la luz de una linterna, en el dormitorio. Pero, en el momento del examen, Jim formuló unas preguntas totalmente diferentes. 
—Estas preguntas las podéis leer y releer gratis —gritó. 
Y se sentó. Abrió el «Daily Telegraph» y se entregó a la lectura de las últimas opiniones de los fantasmas, que eran, según habían llegado a averiguar los alumnos, casi todos los individuos con pretensiones intelectuales, incluso en el caso de que escribieran en defensa de la causa de la Reina. 
(…) 
Por fin, se produjo el incidente de la lechuza, que ocupo un lugar aparte en la mente de los alumnos y en la opinión que de Jim tenían, debido a que en él intervino la muerte, fenómeno ante el que los niños reaccionan de manera diversa. Seguía haciendo frío, por lo que Jim llevó a la clase un recipiente con leños, y un miércoles encendió la chimenea, se sentó de espaldas al calor y procediendo a leer un dictée. Primeramente, cayó un poco de hollín, de lo que Jim no hizo caso, y luego cayó la lechuza, una lechuza grande que había anidado en la chimenea, sin la menor duda, durante los abundantes veranos e inviernos del mandato de Dover, en que la chimenea no funcionó. La lechuza estaba ahumada, deslumbrada, y con el cuerpo negro de tanto darse contra las paredes. Cayó en el fuego, y luego saltó al suelo, quedando allí, formando una pelota y rebullendo con ruido de aleteo, como un mensajero del infierno, jorobada pero respirando, con las alas abiertas, mirando directamente a los muchachos a través del hollín que le cubría los ojos. Todos quedaron atemorizados. Incluso Spikely, el héroe, estaba atemorizado. Todos salvo Jim, quien en un abrir y cerrar de ojos, cogió a la lechuza, le plegó las alas, y con ella salió de clase, sin decir palabra. Pese a que los alumnos aguzaron el oído, nada oyeron, hasta que por fin les llegó el sonido del manar de agua, al final del corredor, indicativo de que Jim se estaba lavando las manos.
—Está meando —dijo Spikely. 
Y estas palabras provocaron risas nerviosas. Pero, al salir de clase, descubrieron a la lechuza, plegada, formalmente muerta, esperando el entierro, sobre un montón de leña, junto al Hoyo. Los más valerosos comprobaron que la lechuza tenía el cuello quebrado. Sólo un guardabosques, dijo Sudeley, quien tenía uno en su casa, era capaz de matar tan hábilmente a una lechuza. Entre los restantes miembros de la comunidad de Thursgood la opinión que Jim merecía no era tan unánime. La sombra del señor Maltby, el pianista, no se había desvanecido todavía. La matrona, coincidiendo con Roach, sostenía que Jim era un héroe y que necesitaba ayuda; era un milagro que se pudiera desenvolver en la vida, con semejante espalda. 

El topo, John Le Carre 

Aunque la versión cinematográfica de “El topo” me ha gustado mucho, el límite temporal de la película ha impedido que en algunos aspectos sea tan completa como la serie que realizó la BBC en 1979. El actor que interpreta a Jim Prideaux (Mark Strong) me parece que hace una interpretación más que correcta. Sin embargo, el guión no profundiza en el personaje y se pierden las cualidades que lo hacen tan entrañable en el libro. De hecho, el incidente de la lechuza en la película es mucho más brutal y menos propio de Jim.
La primera foto es de la serie del 79 y el resto de la película del 2011.