-Tanto tú, como yo, como los Wilcox, vivimos sobre el dinero como sobre una isla. Está tan segura bajo nuestros pies que olvidamos su misma existencia. Sólo cuando vemos tambalearse a alguien junto a nosotros nos damos cuenta de lo que significa una renta. Ayer noche, mientras hablábamos aquí, junto al fuego, yo empecé a pensar que el alma del mundo es la economía, y que el abismo más profundo no es la falta de amor, sino la falta de dinero.(...) Pero Helen y yo deberíamos recordar, cuando sentimos la tentación de criticar a los demás, que ambas vivimos sobre esas islas, y que la mayor parte de las personas viven bajo la superficie de las aguas. Los pobres no siempre pueden alcanzar a las personas que aman y difícilmente pueden huir de aquellos a quienes ya no aman.
Creo que Margaret tiene razón, solamente a partir de la seguridad económica se puede empezar a pensar en las necesidades de autorrealización a las que se refería Maslow en su pirámide. Si no sabes si vas a comer mañana, sólo piensas en eso.
La segunda parte me recuerda el comienzo de “El gran Gatsby” cuando el narrador dice que su padre le dio un consejo que ha seguido siempre “Cada vez que te sientas inclinado a criticar a alguien –me dijo- ten presente que no todo el mundo ha tenido tus ventajas...”.
-Insisto –prosiguió Margaret con una sonrisa-, y no lo digo con intención didáctica. Me limito a expresar lo que pienso. Yo creo que durante los últimos cien años los hombres han desarrollado el deseo de trabajar y no hay que dejar que ese deseo se extinga. Es un deseo nuevo. Muchos lo consideran malo, pero es bueno en sí mismo y espero que pronto el “no trabajar” sea algo tan sorprendente para las mujeres como el “no estar casada” lo era hace un siglo.
-No tengo experiencia respecto a este profundo desea a que aludes –enunció Tibby.
Por una vez estoy en desacuerdo con Margaret, yo como Tibby tampoco tengo experiencia respecto a ese profundo deseo. La vida de los ociosos aristócratas franceses del siglo XVIII me parece mucho más deseable. Dedicados al arte de la conversación, la escritura de cartas, las fiestas y las relaciones peligrosas. Si nos ponemos más revolucionarios y utópicos también tenemos a Paul Lafargue, el yerno de Karl Marx. Lafargue en su libro “El derecho a la pereza” defiende como derecho del proletariado el ocio que es lo que realmente nos realiza. Por ingenuas e irrealizables que sean las propuestas del libro, la idea que subyace de reducir la jornada laboral gracias a las maquinas resulta muy apetecible. Y revolucionaria también, porque incluso en España ha calado la ética calvinista y los ricos ociosos son mirados con disgusto desde púlpitos de virtud. No comparto ese disgusto, si me tocará la lotería yo tampoco trabajaría mucho.
Creo que Margaret tiene razón, solamente a partir de la seguridad económica se puede empezar a pensar en las necesidades de autorrealización a las que se refería Maslow en su pirámide. Si no sabes si vas a comer mañana, sólo piensas en eso.
La segunda parte me recuerda el comienzo de “El gran Gatsby” cuando el narrador dice que su padre le dio un consejo que ha seguido siempre “Cada vez que te sientas inclinado a criticar a alguien –me dijo- ten presente que no todo el mundo ha tenido tus ventajas...”.
-Insisto –prosiguió Margaret con una sonrisa-, y no lo digo con intención didáctica. Me limito a expresar lo que pienso. Yo creo que durante los últimos cien años los hombres han desarrollado el deseo de trabajar y no hay que dejar que ese deseo se extinga. Es un deseo nuevo. Muchos lo consideran malo, pero es bueno en sí mismo y espero que pronto el “no trabajar” sea algo tan sorprendente para las mujeres como el “no estar casada” lo era hace un siglo.
-No tengo experiencia respecto a este profundo desea a que aludes –enunció Tibby.
Por una vez estoy en desacuerdo con Margaret, yo como Tibby tampoco tengo experiencia respecto a ese profundo deseo. La vida de los ociosos aristócratas franceses del siglo XVIII me parece mucho más deseable. Dedicados al arte de la conversación, la escritura de cartas, las fiestas y las relaciones peligrosas. Si nos ponemos más revolucionarios y utópicos también tenemos a Paul Lafargue, el yerno de Karl Marx. Lafargue en su libro “El derecho a la pereza” defiende como derecho del proletariado el ocio que es lo que realmente nos realiza. Por ingenuas e irrealizables que sean las propuestas del libro, la idea que subyace de reducir la jornada laboral gracias a las maquinas resulta muy apetecible. Y revolucionaria también, porque incluso en España ha calado la ética calvinista y los ricos ociosos son mirados con disgusto desde púlpitos de virtud. No comparto ese disgusto, si me tocará la lotería yo tampoco trabajaría mucho.