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La estación



Como todos los que han vivido mucho tiempo en una gran ciudad, Margaret experimentaba unos sentimientos muy intensos en las estaciones terminales. Son las puertas de lo glorioso y lo desconocido. Por ellas se parte hacia la aventura, hacia el sol; por ellas, ay, se regresa. En Paddington laten Cornualles y la costa occidental; en las rampas de Liverpool Street se agitan las marismas, y el extranjero ilimitado; Escocia se oculta en los pilares de Euston; Wessex, más allá del caos de Waterloo. Entendiéndolo así, los italianos que tienen la desgracia de trabajar como camareros en Berlín llaman a la Anhalt Bahnholff la Stazione d´Italia, porque desde allí regresan a sus hogares. Y no hay un londinense que no confiera a sus estaciones una cierta personalidad y no haga extensivas a ellas, siquiera un poco, sus sensaciones de amor y miedo.
A Margaret –y espero que esto no predisponga al lector en su contra- la estación de King´s Cross siempre le había sugerido el infinito. La misma situación de la estación, oculta tras el fatuo esplendor de Saint Pancrass, llevaba implícita una reflexión sobre el materialismo de la vida. Los dos grandes arcos descoloridos, indiferentes, sostén de un desangelado reloj, eran los soportales de una eterna aventura, cuyo objetivo podía ser triunfal, pero que no se expresaba en términos de triunfo. Si el lector considera todo esto ridículo, debe recordar que no es Margaret quien se lo cuenta.
Howards End, E.M. Forster

Harry Feldstone


The striking thing about Harry -the one that struck me, anyway- was his unquenchable passion for analysis. It was a real passion, a driving force that he had no real control over, and it was unlimited as it was imperious. He was impelled to turn over, tear apart and rip the sense out of every object that came in view, whether it had any intrinsic merit or attraction or even interest for him or not. That was my impression after the first few weeks, and nothing in the long course of our friendship since then has ever given me cause to change it.
I couldn’t see what he was after, exactly. Even much later, when we had known each other for years, the aims of his frequent, compulsive inquiries into basic motives and principles often remained obscure to me. Though, by then, they had become thoroughly familiar. What’s more, at the beginning, the whole business embarrassed me. Since I was the only really close friend Harry had made, it naturally followed that a large share of his searching curiosity should be directed at me.


(…)
As we came to know more people and have a wider range of common experience, Harry’s objects of fascination became more numerous and diffuse. He began to use the techniques he had employed almost exclusively to plumb my soul on most of our mutual acquaintances, and I became the sounding board, rather than the target, of his obsessions: “Now listen, Kevin, what d’you think that fellow Sandord really meant, when he…”

The Shortest Gladdest Years, Scott Sullivan

Listas (III)



Fue hacia el botiquín, que estaba sobre el lavabo, contra la pared. Abrió la puerta de espejo y dio un repaso a los congestionados estantes con la mirada —o más bien, el bizqueo magistral— de un experto jardinero de botiquín. Ante ella, en exuberantes hileras, se extendía una legión, por así decirlo, de dorados productos farmacéuticos, amén de varios utensilios técnicamente menos indígenas. En los estantes había yodo, mercurocromo, cápsulas de vitaminas, seda dental, aspirina, Anacina, Bufferin, Argirol, Musterole, Ex-Lax, leche de magnesia, Sal hepática, Aspergum, dos navajas Gillette, una navaja inyectora Sckick, dos tubos de crema de afeitar, una foto curvada y algo rota de un grueso gato blanco y negro dormido sobre la baranda de un porche, tres peines, dos cepillos, una botella de ungüento Wildroot para el cabello, una botella de Eliminador de caspa Fitch, un frasco pequeño, sin etiqueta, de supositorios de glicerina, gotas para la nariz Vicks, Vicks VapoRub, seis pastillas de jabón de Castilla, los fragmentos de tres entradas para una comedia musical de 1946 (Llámame Mister), un tubo de crema depilatoria, una caja de Kleenex, dos conchas de mar, un surtido de limas usadas, dos tarros de crema limpiadora, tres pares de tijeras, una canica azul sin defectos (conocida por los jugadores de canicas, al menos en los años veinte, como una «pieza pura»), una crema para cerrar los poros, un par de pinzas, el chasis sin cadena de un reloj de pulsera femenino, una caja de bicarbonato de sosa, un anillo de internado femenino con un ónice resquebrajado, una botella de Stopette, e, inconcebiblemente o no, muchas cosas más.

Franny y Zooey, J. D. Salinger

Listas (I)

La habían inscrito en Vassar al nacer y, durante toda su infancia su madre le había puesto profesores de todas las materias que uno pudiera imaginar. Helena (como decía su madre) sabía tocar el violín, el piano, la flauta y la trompeta; había sido contralto en el coro. Había estado de monitora en campamentos de verano y tenía el título de salvamento y socorrismo. Jugaba bastante bien al tenis y al golf, esquiaba y hacía patinaje artístico, además de montar a caballo, aunque nunca había saltado vallas ni cazado. Tenía un auténtico laboratorio de química, una pequeña imprenta, un juego de herramientas para la estampación en cuero, un torno de alfarería, toda suerte de guías de flores silvestres y helechos y de pájaros, una colección de mariposas montadas con alfileres en cajas de cristal, y otras de conchas marinas, de ágatas, de cuarzo y de cornalina. Todavía conservaba todos esos recuerdos educativos ordenados en los armarios de su cuartito de estar de Cleveland, que había sido su cuarto de juegos infantil; de la casa de muñecas y del resto de los juguetes se había desprendido. Podía escribir sin gran dificultad un pequeño ensayo en un estilo sostenido y conciso; sabía imitar el canto de varios pájaros y tocar las campanas y jugaba bastante bien al croquet, así como al ajedrez, a las damas, al mah-jongg, al parchís, al dominó, al scrabble, el rummy, al whist, al bridge y al cribbage. Se sabía de memoria la mayoría de los himnos de los devocionarios episcopalianos y presbiterianos. Había recibido clases de bailes de salón, de baile clásico y de claqué. Había hecho trabajo de campo en expediciones geológicas y visitado el Psiquiátrico estatal; había dormido en refugios para excursionistas y recorrido la redacción y los talleres del Dutchess County Sentinel, el periódico local de Poughkeepsie. Se había bañado en las cataratas del Parque Nacional de Washington Crossing y había asistido todos los años al teatro griego de la Bennett School de Millbrook. En la clase de Higiene del primer año, ella y Kay fueron las únicas que realmente inspeccionaron los establos de la universidad, y uno de los trabajadores había enseñado a Helena a ordeñar las vacas. Sabía distinguir entre diferentes tipos de porcelana y en su casa tenía una pequeña colección de cajitas de rapé que había empezado su madre; leía latín y griego y podía traducir los pasajes más embarazosos de Krafft-Ebing sin azorarse. Sabía francés medieval y conocía bien los lais de los trovadores provenzales, aunque no tenía un buen acento porque su madre desconfiaba de las institutrices francesas, por haber oído de casos en los que esas mujeres drogaban a los niños o los exponían a emanaciones de gas para que se quedaran dormidos pronto. En los campamentos, Helena había aprendido a navegar a vela y viejas canciones populares y cantinelas marinas, algunas de ellas bastante subidas de tono. Había recibido clases de dibujo desde los seis años, disciplina para la que estaba especialmente dotada.

El grupo, Mary McCarthy

El poder


-Me gusta el tipo de libertad que nunca podría encontrar en la vida política, siempre sometida a la línea que traza el partido.
-Mira quién ha ido a hablar –interrumpió Edward-. ¿Y qué me dices de la línea trazada por el propietario del periódico?
-La práctica estricta de cubrir un acontecimiento no plantea riesgo alguno. Los únicos que se toman en serio los planteamientos del propietario son los directivos-dijo Martyn.

(…)

-Bueno, joven, ha llegado la hora de tu interrogatorio. ¿Se puede saber qué hace el hijo de Nick Robinson trabajando para la televisión? ¿Qué piensa la generación de esclavos de los medios de comunicación? Hasta el momento hemos escuchado hablar de los periódicos y de las delicias de la posición de observador. Hablemos de la televisión. ¿Qué es lo que te atrae de ella?
-El poder, creo.
-¡Poder! Algo es algo. Eso al menos puedo entenderlo. ¿Y cómo piensas conseguir poder, joven?
-La información… puede cambiar el mundo. No creo que los políticos… quiero decir… -y avanzó como pudo por entre un campo de minas de insultos potenciales-. Bueno, que no creo que realmente puedan cambiar la visión del mundo o de la vida que tiene la gente. Mientras que la televisión si puede, y lo hace Con el tiempo espero… espero sinceramente hacer programas… sobre asuntos sociales que…
-La vieja atribución del artista. Transformar la vida y el alma por medio del arte.


Herida, Josephine Hart

El ego

No tengo miedo de competir. Es justamente lo contrario. ¿No lo comprendes? Me da miedo ver que acabaré compitiendo, eso es lo que me asusta. Por eso dejé el curso de teatro. Precisamente porque estoy tan horriblemente condicionada a aceptar los criterios de los demás, me admire, pero eso no lo justifica. Me avergüenzo de ello. Me da náuseas. Me asquea no tener el valor de no ser nadie en absoluto. Me da asco de mí misma y de todos los que quieren causar sensación.

(…)

No paras de hablar del ego. Dios santo, solamente el propio Cristo podría decidir qué es ego y qué no lo es. Este es el universo de Dios, hermana, no el tuyo, y El tiene la última palabra respecto a lo que es ego y lo que no lo es. ¿Qué me dices de tu amado Epicteto? ¿O de tu amada Emily Dickinson? ¿Pretendes que tu Emily, cada ver que sienta el impulso de escribir un poema, se siente a orar hasta que se le pase ese impulso tan feo y egoísta? No, ¡claro que no! Pero te gustaría que a tu buen amigo el profesor Tupper le privaran de su ego. Eso es diferente. Y puede que lo sea. Puede que sí. Pero no te pongas a gritar contra los egos en general. En mi opinión, si deseas saberla, la mitad de todo lo desagradable que hay en este mundo está provocado por la gente que no usa su verdadero ego. Por ejemplo, tu profesor Tupper. Por lo que dices de él, me apostaría casi cualquier cosa a que eso que utiliza, eso que tú consideras su ego, no es realmente su ego, sino otra facultad mucho más sucia y menos básica. Dios santo, has estado suficiente tiempo en colegios para conocer el paño. Rasca a un maestro incompetente (o a un catedrático, si a eso vamos) y la mitad de las veces encontrarás a un mecánico de primera o a un maldito albañil desplazados. Fíjate en LeSage, por ejemplo, mi amigo, mi empresario, mi Roma de la Avenida Madison. ¿Crees que fue su ego el que le metió en la televisión? ¡Y un cuerno! Ya no tiene ego, si es que lo tuvo alguna vez. Lo ha dividido entre sus aficiones. Que yo sepa, tiene por lo menos tres aficiones, y todas relacionadas con un taller de diez mil dólares instalado en su sótano, lleno de herramientas eléctricas y tornos y Dios sabe qué. Nadie que realmente este usando su ego, su verdadero ego tiene tiempo para absurdas aficiones.


Franny y Zooey, J. D. Salinger

Los Bennett








Fotos
1 Louise Brooks
2 Barbara Bennett a la derecha y Adrienne Morrison a la izquierda
3 Joan y Constance Bennett
4 Constance Bennett
5 Joan Bennett de rubia y de morena

Mrs. Bennett, la actriz Adrienne Morrison, había mandado a su hija Barbara a Mariarden con la esperanza de que el ejercicio fortaleciera sus pies planos y sus delgadas piernas, ambos excesivamente largos. Compartía una habitación conmigo y con otras dos chicas con las que nunca llegó a entablar amistad.
(…)
Barbara, quizás por única vez en toda su apasionada y extenuante existencia, decidió convertirse en tutora de alguien: se enfrento con familia y amigos para proteger e instruir a “esa insolente Brooks”. No empecé a saber vestir bien hasta que no regresé a Nueva York en septiembre. Los ensayos en Denishawn me dejaban mucho tiempo libre, suficiente como para visitar el piso de los Bennett en Park Avenue. Una mañana Mrs. Bennett me abrió la puerta. Me miró como si fuera un perro perdido y me dijo: “¿Qué haces tú aquí a las ocho de la mañana?” Me eché a llorar y me dejó entrar. Me senté en un sofá a esperar a que Barbara se levantara. ¡Qué envejecida me pareció Mrs. Bennett con un vestido gris y sin maquillaje! Ni de lejos se parecía a sus elegantes fotos de Vogue. Y esta maravillosa sala de estar era obra suya: completamente blanca con ligeros toques oscuros y en perfecto orden, como en una pintura china. No había nada allí que recordara las habitaciones de los ricos, generalmente repletas de objetos, y que tan poco me gustaban. Sin embargo, al igual que Mrs. Bennett, la habitación tenía el aspecto de algo abandonado y falto de cariño.
Al cabo de un rato apareció Joan, la hermosa hermana pequeña de Barbara, que venía con los libros del colegio a estudiar en la mesa junto a la ventana. Constance, la hermana mayor de Barbara, tan hermosa como Joan, acababa de empezar su carrera cinematográfica, pero todas la consideraban ya la actriz mejor vestida y arrogante del cine. Todas las hermanas habían heredado los mismos pómulos anchos y los ojos tan bien puestos de Richard Bennett. Sin embargo, las tres tenían caracteres distintos. A Constance le gustaba el dinero; durante toda su carrera, que duró hasta el mismo día de su muerte, en 1965, exigió y recibió un sueldo comparable al de las grandes estrellas. Aunque era muy bella, poseía gran talento de actriz y tenía una encantadora voz, nunca pudo obtener lo más preciado, algo sin lo cual el resto no importa demasiado a la hora de convertirse en una gran estrella: no era generosa ni amaba a su público. Lo que le gustaba a Joan era la seguridad. Sus matrimonios con hombres poderosos del mundo del cine eran siempre una puerta abierta al éxito. Barbara, por su parte, construyó su carrera sobre sus emociones. El ritmo de su trabajo y sus matrimonios venía determinado por sus arrebatos de miedo, frustración o desesperación. Sólo su muerte, acaecida en 1958, como culminación a sus cinco intentos de suicidio, podría ser considerada un éxito. En la sala de esta blanca y polvorienta, Joan, que siempre me trataba bien, se había puesto las gafas para estudiar historia.
-Lo que no logro entender –le dije- es cómo te apañas para ir sin gafas por ahí, si siempre las necesitas para leer.
Joan se las quitó y, sonriendo, me dijo:
-Veo un poco sin ellas. Por ejemplo, tu vestido largo y negro de señora mayor. ¿Dónde lo compraste?
-Me lo vendió una mujer en una tienda de Broadway.
Joan se echó a reír.
A las once los Bennett empezaron a levantarse. Constance le gritaba a Barbara: “Si te atreves a salir otra vez a escondidas con mi pañuelo de gasa blanca te corto el cuello.” Richard Bennett cantaba Me gusta la vida y quiero vivir. Después entró en el salón vestido con una bata de brocado e hizo una incursión al mueble bar. Tras beberse de un trago un vaso de whisky, se volvió hacia mí y me dijo: “¡Dios mío, Joan! ¿de dónde has sacado ese maldito vestido negro?” Entre el alcohol y que era corto de vista, a veces me confundía con Joan, que no se había teñido todavía de rubio. Acababa de marcharse a su habitación cuando Constance cruzó el salón a toda velocidad en dirección a la puerta de salida, dirigiéndome al pasar una mirada de desprecio. Iba vestida con un traje sastre azul marino y se había echado un perfume de gardenias. (Entre las personas más detestadas de Hollywood ni siquiera yo me podía comparar con Constance. Era capaz de pasarse toda una cena en la casa de la playa de Marion Davies sentada frente a mí e ignorarme por completo.) Por fin apareció Barbara, que llevaba puesto el traje de gabardina beige de Constance.


Lulu en Hollywood, Louise Brooks

Daniel y Adrien



DANIEL
Daniel Pommereulle que presta su persona a nuestra historia- es uno de esos pintores que en los años sesenta abandonaron el pincel y se lanzaron a la fabricación de objetos. El crítico Alain Joufroy les llama los “Objecteurs”, y bajo ese nombre les ha dedicado un artículo en la revista Quadrum. Estamos en 1966. Y precisamente Jouffroy está de visita en casa de Daniel. Admira una de sus últimas creaciones: un potecito de pintura amarillo sobre el que ha fijado unas hojas de afeitar. Lo coge y lo hace girar en su mano. Comenta:

- Cada uno debe llegar hasta sus propios límites. Las personas que no llegan a sus propios límites son como los versalleses que asedian a las personas que llegan hasta sus propios límites. Las personas que van hasta sus propios límites están obligatoriamente asediadas, son obligatoriamente agresiva… Por ejemplo, esto es perfecto. No se puede hacer nada mejor. Es lo Único, que sustenta su causa en nada, y que está rodeado… ¡Ay!...
Se ha cortado. Una gotita de sangre brota de su pulgar.
- …por su propio pensamiento como por unas hojas de afeitar. Es imposible de sostener: ¡ahí está la prueba!
Daniel sonríe:
- Está hecho adrede.
- ¿Te gusta que la gente se corte con tu pintura?
- Sí, pero no tú. Tú eres un filo, no tiene que cortarte.
- No me molesta cortarme. Sólo frecuento personas peligrosas. Tú me haces pensar en la elegancia de la gente de finales del siglo XVIII que estaba extremadamente preocupada por su apariencia, por el efecto que producía en los demás… Ya era el inicio de la Revolución: la elegancia crea una especie de vacío en torno a la persona…

Contempla a Daniel, que lleva, sobre una camisa azul marino una corbata de lana de vivo color amarillo. Continúa:

- …Tú también creas este vacío en torno a tu persona. Lo creas con tus objetos, pero podrías prescindir perfectamente de ellos. Las hojas de afeitar son la palabra. También puede ser el silencio… Puede ser la elegancia: un determinado amarillo…




ADRIEN
Se habla del Amor y de la Belleza. Ambas tienen sobre el tema una opinión diametralmente opuesta. Aurélia afirma que se ama a alguien porque se le encuentra bello, Jenny que se le encuentra bello porque se le ama. Adrien se inclina a favor de esta última opinión:
- Un hombre puede ser muy feo y tener una gracia infinita. Si se le ama, su fealdad se convierte automáticamente en belleza.
- Yo –dice Aurélia-, si encuentro feo a alguien, no hay gracia que valga. Nada es posible. Ha terminado inmediatamente.
- ¿Terminado qué? –pregunta Jenny.
- ¡Cualquier cosa! Incluso unas relaciones muy superficiales. Incluso tomarse una copa cinco minutos con él. No puedo: si es feo, me voy… ¿Usted podría tener relaciones amistosas con alguien que encontrara feo?
- Pero la fealdad y la belleza no intervienen en mi amistad. Si soy amiga de alguien, no le veo ni feo ni guapo.
- No se siente amistad en cinco minutos. Hay que verse varias veces. ¿Cómo consigue ver varias veces a una persona que encuentra fea? Yo me escapo. ¡No es posible!
- No se trata de fealdad. Entre la multitud de personas que son bellas, yo sólo me siento interesada por aquellas que tienen algo más allá de su belleza. Si viera a alguien de una belleza absoluta, me aburriría.
- Cuando digo bello, no me refiero a la belleza griega. La belleza absoluta no existe. Para que yo encuentre bello a alguien, basta a veces con una cosa de nada: podría bastar algo entre la nariz y la boca.
- Por consiguiente –dice Adrien-, cualquiera tiene una posibilidad de gustarte.
- ¡No!
- Una posibilidad al menos.
- ¡Ah, no! Ahí está el drama. Encuentro a poquísimas personas bellas. Eso me limita increíblemente en mis relaciones, porque cuando las personas me repugnan no las vuelvo a ver. Ahora bien, como hay muchas personas que me repugnan…
- ¿Y nunca ocurre –dice Jenny-, que cambie de opinión?
- No. Por ejemplo, la primera cosa que pregunto si vamos a cenar a casa de alguien no es: “¿qué hace?” Pregunto: “¿es guapo?”
- ¿Y las personas feas –pregunta Adrien-, están irremediablemente condenadas?
- Sí.
- ¿A la hoguera con ellas?
- Sí, se lo merecen. La fealdad es un insulto para los demás. Uno es responsable de su físico. Por ejemplo, la nariz se mueve o envejece según la manera de hablar, o de pensar. Por otra parte, cuando yo hablo de belleza, no me refiero a una belleza inmóvil: los movimientos, la expresión, la manera de andar, todo cuenta…
Seis cuentos morales (La coleccionista), Eric Rohmer

Tom Ripley



Decían que los ojos eran el espejo del alma, que a través de ellos se veía el amor, que eran el único punto por donde podía contemplarse a una persona y ver lo que realmente ocurría en su interior, pero en los ojos de Dickie no pudo ver más de lo que hubiera visto de estar contemplando la superficie dura e inanimada de un espejo. Tom sintió una punzada de dolor en el pecho y se cubrió el rostro con las manos. Era como si, de pronto, le hubiesen arrebatado a Dickie. Ya no eran amigos. Ni siquiera se conocían. Era como una verdad, una horrible verdad, que le golpeaba como un mazazo y no quedaba allí, sino que se extendía hacía toda la gente que había conocido en su vida, y la que conocería: todos habían pasado y pasarían ante él y, una y otra vez, él sabría que no lograría llegar a conocerles jamás y lo peor de todo era que siempre, invariablemente, experimentaría una breve ilusión de que sí les conocía, de que él y ellos se hallaban en completa armonía, que eran iguales. Durante unos instantes, la conmoción que sentía al darse cuenta de aquello le pareció más de lo que podía soportar. Le parecía estar sufriendo un ataque, a punto de caer desplomado al suelo. Era demasiado: el hallarse rodeado de personas extranjeras, personas que hablaban un idioma que no era el suyo, su fracaso, el hecho de que Dickie le odiaba. Se sintió rodeado por un ambiente extraño y hostil.


El talento de Mr. Ripley, Patricia Highsmith

Memento


Alice se alejó de nuestras risas en la habitación de Charlotte para situarse en el centro de su cuarto. Ese mismo día, en un momento más alegre, Alice había puesto en su estantería una fotografía de la fiesta celebrada en Sag Harbor el Día del Trabajo en que ella, Tom y yo sonreíamos a la cámara con inanidad (como es de rigor en estos casos), de pie junto a la parrilla y con la casa de Kate Preston al fondo. La imagen llevaba a pensar en esos momentos mágicos y perfectos de los que uno siempre quiere tener una fotografía de recuerdo, y de los que rara vez la tiene. Al reparar en la foto, Alice la puso boca abajo con gesto abrupto y la cubrió con un libro.

Cócteles y caviar. Whit Stillman


La novela Cócteles y caviar se basa en los eventos ocurridos en la película The Last Days of Disco, dirigida por Whit Stillman. En la foto los actores de la película Robert Sean Leonard, Chloë Sevigny y Mackenzie Astin.

El amante del volcán

No he podido escribir durante este mes debido a diversas circunstancias. Actualmente trabajo para una compañía aérea y una de estas circunstancias son las horas extra que he tenido que hacer a cuenta de la nube de cenizas volcánicas que tanto ha afectado a los aeropuertos. Esto me ha dado la idea de copiar citas de una novela que leí hace unos años y me gustó bastante, aunque en estos momentos no es que ame los volcanes precisamente.
El amante del volcán de Susan Sontag es una de las pocas novelas históricas que he leído. No me suelen gustar las novelas que ponen pensamientos y palabras a personajes históricos, nunca sabes qué es ficción y qué realidad. Sin embargo, en este caso creo que se trata de una novela rigurosa e interesante. Se centra especialmente en la personalidad del embajador inglés en el Reino de las Dos Sicilias, Sir William Hamilton, un coleccionista de obras de arte fascinado por el Vesubio. Sir William al que llaman el "Cavaliere", se casará con la joven amante de su sobrino, Emma, la famosa Lady Hamilton que se convertirá en amante del almirante Nelson con la aquiescencia de su marido. En la novela además de la pasión por el volcán se desmenuza la personalidad del coleccionista y del resto de personajes que la pueblan.

Coleccionistas y expertos a menudo admiten tener, sin necesidad de pincharles demasiado, sentimientos misantrópicos. Confirman, sí, que les han importado más las cosas inanimadas que la gente. Que se sorprendan otros: ellos saben lo que hacen. Puedes confiar en las cosas. Nunca cambian su naturaleza. Sus atractivos no palidecen. Las cosas, cosas raras, tienen un valor intrínseco, las personas valen lo que tu propia necesidad les asigna. Coleccionar procura al egoísmo el énfasis de la pasión, lo cual siempre es atractivo, mientras que te arma contra las pasiones que te hacen sentir más vulnerable. Hace que quienes se sienten desposeídos, y detestan sentirse desposeídos, se sientan más a salvo.
(…)
Como un vendaval, como una tempestad, como un incendio, como un temblor de tierra, como un alud de lodo, como un diluvio, como un árbol que cae, como un torrente que ruge, como un témpano de hielo que se rompe, como un maremoto, como un naufragio, como una explosión, como un techo arrancado, como un fuego devastador, como una plaga que se extiende, como un cielo que se oscurece, un puente que se hunde, un foso que se abre. Como un volcán en erupción.

Seguramente más que las meras acciones de la gente: escoger, complacer, desafiar, mentir, comprender, tener razón, ser engañado, ser consistente, ser visionario, ser temerario, ser cruel, estar equivocado, ser original, tener miedo…

(…)
La naturaleza humana es tan perversa que resulta incluso absurdo esperar, y mucho más desear, que la sociedad pueda algún día ser transferida a otro y mejor nivel. Lo máximo a que uno puede aspirar es a una muy lenta elevación. Nada cónico. Puesto que, lo que sube muy arriba, caerá. Es muy difícil que algo se sostenga en alto durante mucho tiempo.


Susan Sontag

Citas comentadas de Howards End


-Tanto tú, como yo, como los Wilcox, vivimos sobre el dinero como sobre una isla. Está tan segura bajo nuestros pies que olvidamos su misma existencia. Sólo cuando vemos tambalearse a alguien junto a nosotros nos damos cuenta de lo que significa una renta. Ayer noche, mientras hablábamos aquí, junto al fuego, yo empecé a pensar que el alma del mundo es la economía, y que el abismo más profundo no es la falta de amor, sino la falta de dinero.(...) Pero Helen y yo deberíamos recordar, cuando sentimos la tentación de criticar a los demás, que ambas vivimos sobre esas islas, y que la mayor parte de las personas viven bajo la superficie de las aguas. Los pobres no siempre pueden alcanzar a las personas que aman y difícilmente pueden huir de aquellos a quienes ya no aman.
Creo que Margaret tiene razón, solamente a partir de la seguridad económica se puede empezar a pensar en las necesidades de autorrealización a las que se refería Maslow en su pirámide. Si no sabes si vas a comer mañana, sólo piensas en eso.
La segunda parte me recuerda el comienzo de “El gran Gatsby” cuando el narrador dice que su padre le dio un consejo que ha seguido siempre “Cada vez que te sientas inclinado a criticar a alguien –me dijo- ten presente que no todo el mundo ha tenido tus ventajas...”.
-Insisto –prosiguió Margaret con una sonrisa-, y no lo digo con intención didáctica. Me limito a expresar lo que pienso. Yo creo que durante los últimos cien años los hombres han desarrollado el deseo de trabajar y no hay que dejar que ese deseo se extinga. Es un deseo nuevo. Muchos lo consideran malo, pero es bueno en sí mismo y espero que pronto el “no trabajar” sea algo tan sorprendente para las mujeres como el “no estar casada” lo era hace un siglo.
-No tengo experiencia respecto a este profundo desea a que aludes –enunció Tibby.

Por una vez estoy en desacuerdo con Margaret, yo como Tibby tampoco tengo experiencia respecto a ese profundo deseo. La vida de los ociosos aristócratas franceses del siglo XVIII me parece mucho más deseable. Dedicados al arte de la conversación, la escritura de cartas, las fiestas y las relaciones peligrosas. Si nos ponemos más revolucionarios y utópicos también tenemos a Paul Lafargue, el yerno de Karl Marx. Lafargue en su libro “El derecho a la pereza” defiende como derecho del proletariado el ocio que es lo que realmente nos realiza. Por ingenuas e irrealizables que sean las propuestas del libro, la idea que subyace de reducir la jornada laboral gracias a las maquinas resulta muy apetecible. Y revolucionaria también, porque incluso en España ha calado la ética calvinista y los ricos ociosos son mirados con disgusto desde púlpitos de virtud. No comparto ese disgusto, si me tocará la lotería yo tampoco trabajaría mucho.