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Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes



"Cuando un asesinato está en el tiempo paulo-post-futurum-, esto es, cuando no se ha cometido, ni siquiera, de acuerdo con el purismo moderno, se está cometiendo, sino que va a cometerse -y llega a nuestros oídos, hemos de tratarlo moralmente por todos los medios. Supongamos en cambio que ya se ha cometido y que podemos decir de él: “tetelestai”, está terminado o (con el dimantino verso de Medea) “eirgastai”, hecho está, es un fait accompli; supongamos, a continuación, que la pobre víctima ha dejado de sufrir, y que el miserable que le ha dado muerte se ha esfumado y que nadie conoce su paradero; supongamos, finalmente, que hemos hecho cuanto estaba a nuestro alcance al estirar las piernas y correr tras el fugitivo, aunque sin éxito -abii, evasit, excessit, erupit, etc.-llegados a este punto, ¿de qué sirve la virtud? Bastante atención le hemos dedicado ya a la moral; le ha llegado el turno al gusto a las bellas artes.
(...)
No me hable nunca de una determinada obra de arte que esté meditando: me opongo a ello in toto. Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente."

Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes, Thomas De Quincey

"Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes" es un ensayo de Thomas De Quincey, más conocido por sus “Confesiones de un inglés comedor de opio”. Aparecido en 1827 es un ensayo ficticio dirigido a un club de caballeros. Trata de la apreciación estética del asesinato y después de repasar su historia se centra en una serie de crimenes cometidos en 1811 por John Williams. Por cierto, la autoría de Williams es puesta en cuestión por la escritora P.D. James que escribió junto T. A Critchley “La octava víctima” en la que ofrece una explicación alternativa a los asesinatos.

Jim Prideaux y Jim Roach (Jumbo)

—De todos modos, eres un buen observador. Sí, se nota que lo eres. Nosotros, los solteros, siempre somos buenos observadores. Y es natural, porque no tenemos a nadie en quien confiar, ¿no crees? Sólo tú te has dado cuenta de mi llegada. Me has dado una verdadera sorpresa, cuando he visto que me habías descubierto mientras yo estaba ahí, aparcado en el horizonte. Pensaba que eras un fantasma. Me jugaría cualquier cosa a que Bill Roach es el mejor observador de la escuela. Siempre y cuando lleves las gafas puestas, claro está. ¿Verdad?
Agradecido, Bill Roach se mostró de acuerdo:
—Sí, es verdad.
(…)
Durante las vacaciones de verano, mientras sufría las incomodidades de trasladarse de un hogar a otro, aceptado y rechazado, Bill Roach vivió preocupado, pensando en Jim, pensando si la espalda le dolía o no, y qué hacía para ganarse la vida, ahora que no tenía a nadie a quien enseñar francés, y solamente la paga de medio trimestre para ir tirando. Peor todavía, Bill Roach se preguntaba si Jim estaría en la escuela cuando comenzara el curso, ya que Roach tenía la extraña sensación, una sensación que era incapaz de describir, de que Jim se encontraba tan poco arraigado en la superficie del mundo que cualquier día iba a caer en un vacío. Temía que Jim fuera como él, un ser sin el natural peso de gravedad preciso para tenerse en pie. Recordó las circunstancias de su primer encuentro, y, en particular, las preguntas de Jim referentes a sus amigos, y Roach experimentó tanto terror de que, de la misma manera que había defraudado a sus padres, en el aspecto del afecto, ahora hubiera defraudado a Jim, debido principalmente a la diferencia de edad que mediaba entre ellos. Y, en consecuencia, Roach temía que Jim hubiera seguido su camino, y que ahora estuviera ya en otro lugar, buscando un compañero, examinando, con sus pálidos ojos, a los alumnos de otras escuelas. Roach también imaginaba que Jim, lo mismo que él, había tenido un gran afecto en su vida, un afecto que le había defraudado y que ansiaba sustituir por otro. Pero, aquí, el pensamiento de Bill llegaba a un callejón sin salida, porque no tenía la menor idea del modo en que los adultos se amaban entre sí.
(…)
En aquel trimestre, Jim dio apodo a Roach. Dejó de llamarle Bill, y le llamó «Jumbo». No alegó razón alguna del apodo, y Roach, tal como ocurre en todo bautizo, no se encontró en situación de poner objeciones. En agradecimiento de lo dicho, Roach se atribuyó el cargo de protector de Jim. En el mundo interior de Roach, el cargo se configuraba bajo la forma de protector—regente, un protector que sustituía al desaparecido amigo de Jim, fuera quien fuese.
(…)
Durante el resto del trimestre, Jim se comportó, a juicio de Roach, de un modo muy parecido al que se portaba su madre, cuando su padre estaba ausente. Dedicaba mucho tiempo a cosas sin importancia, como, por ejemplo, disponer las luces del escenario, en vistas a la representación teatral de la escuela, remendar las redes de las porterías de fútbol, y, durante las clases de francés, daba larguísimas explicaciones para corregir pequeños errores. Sin embargo, abandonó totalmente las actividades importantes, como, por ejemplo, sus paseos, y su solitario juego de golf. Y, al anochecer, se recogía temprano, y nunca iba al pueblo. Peor todavía era la vaciedad de su mirada, cuando Jameson le sorprendía con una de sus travesuras, y el modo en que se olvidaba de muchas cosas, durante las clases, incluso de dar los cartones rojos de recompensa al mérito. Roach tenía que recordárselo todas las semanas.
Para ayudarle en aquella situación, Roach se encargó de la tarea de regular las luces. Durante los ensayos, Jim le dirigía una señal, levantaba el brazo y lo dejaba caer al costado, y, entonces, Bill, y nadie más que Bill, bajaba la intensidad de las luces del escenario. Sin embargo, con el paso del tiempo, Jim pareció reaccionar favorablemente al tratamiento, y su mirada se hizo más clara, y volvió a estar atento a todo, mientras la sombra de la muerte de su madre se alejaba. En la noche de la representación teatral, Jim estuvo alegre a más no poder. Aquél fue el momento en que Roach más alegre le había visto, en cuanto podía recordar. Mientras, fatigados y triunfantes, volvían al edificio principal, después de la representación, Jim le gritó:
—¡Eh, Jumbo, tontaina! ¿Adónde vas sin impermeable? ¿No ves que está lloviendo?
Luego, Roach oyó que Jim explicaba a uno de los padres que habían acudido para ver la representación:
—Su verdadero nombre es Bill. Cuando yo llegué, él acababa de llegar. Los dos éramos nuevos, aquí. 
Por fin, Bill Roach había llegado a convencerse de que el revólver no había sido más que un sueño.

FIN 

El topo, John Le Carre

Tinker, Tailor, Soldier, Spy (El topo) como toda buena novela de espías no habla sólo del espionaje; habla de traición, desilusión, desconfianza, soledad, aislamiento, de una cierta tristeza…
La historia se basa en hechos reales y el topo de Le Carre guarda gran parecido con Kim Philby, el espía doble que tan eficazmente engañó a los servicios secretos británicos durante años. Kim Philby no fue el único, junto a él fueron descubiertos a lo largo del tiempo cuatro hombres más, reclutados todos ellos en la Universidad de Cambridge. Un poco más de ellos aquí:

http://esnobismoanglofrancofilo.blogspot.com.es/2009/10/los-apostoles-de-cambridge.html

El agente Smiley sin embargo pudo jubilarse tranquilo porque aparentemente el MI5 no volvió a padecer penetraciones desde entonces.

Jim Prideaux y Bill Haydon

«Querido Fan, me atrevo a insinuarle que mueva un poco su persona por ahí, a fin de investigar un poquito la personalidad de un joven caballero cuyo nombre le doy en el adjunto fragmento de piel humana» (Una superflua nota de los inquisidores aclaraba que el estudiante en cuestión era Prideaux.) «Probablemente considera usted a Jim —si es que le conoce— un atleta notable. Lo que usted no sabe, y debiera saber, es que Jim es un lingüista en modo alguno desdeñable, y que no tiene ni un pelo de idiota...» (A continuación constaba un resumen biográfico sorprendentemente detallado y exacto: Lycée Lakanal de París, matriculado en Eton aunque no ingresó, externo en los jesuitas de Praga, dos semestres en Strasburgo, padre banquero en Europa, pequeña aristocracia, vida independiente... )...) 
«De ahí los amplios conocimientos que de extranjeras tierras atesora Jim, y también su ligero aire de huérfano que encuentro irresistible. Dicho sea incidentalmente, pese a que está formado por diferentes partes de Europa, no debemos dejarnos inducir a error por ello, ya que Jim, en su versión completa, es íntegramente nuestro. En la actualidad es un muchacho un tanto entregado a formularse preguntas y a la exploración mental, debido a que acaba de darse cuenta de que hay un Mundo situado más allá de los límites de las aulas, y este Mundo soy yo.» 
« Pero primero debo contar cómo le conocí.» 
«Como usted sabe, querido Fan, obedeciendo a una costumbre mía (y órdenes suyas), de vez en cuando me atavío con arábigas prendas y bajo a los zocos, en donde me siento entre los grandes guarros, y presto oídos a las palabras y al mundo de sus profetas, con la finalidad de poderlos confundir mejor, cuando el día llegue. Aquel día, el agorero en vogue, procedía del mismo corazón de la Madre Rusia. Se trataba de cierto académico llamado Kblebnikov, actualmente agregado a la Embajada soviética en Londres, hombrecillo alegre y simpaticón, que acertó a decir unas cuantas cosas ingeniosas, entre las habituales tonterías. El zoco en cuestión era un club de debates llamado los «Populares», rival nuestro, mi querido Fan, y bien conocido por usted, gracias a otras incursiones que en él he efectuado. Después del sermón nos sirvieron un horriblemente proletario café con leche, acompañado de un terriblemente democrático panecillo, y me fijé en un corpulento muchacho que estaba sentado solo, en el fondo de la sala, por ser, al parecer, demasiado tímido para alternar con los demás. Su cara me era algo conocida, por haberla visto en el campo de cricket, ya que jugamos en un mismo equipo ocasional y tontamente formado, sin que intercambiáramos ni media palabra. La verdad es que, no sé cómo describir a este muchacho. En serio, Fan, este chico tiene las cualidades precisas.» 
En este punto, la caligrafía, hasta ahora rígida e incómoda, adquiría un trazo holgado y fluido, al entrar en calor el autor de la carta: 
«Tiene esta pesada serenidad que impone. Hombre de cabeza dura, en el sentido literal de la palabra. Es uno de estos hombres astutos y silenciosos que dirigen el equipo sin que nadie se dé cuenta. Fan, usted sabe muy bien lo mucho que me cuesta actuar. Sin cesar tiene usted que recordarme, recordarme intelectualmente, que si no pruebo los peligros de la vida nunca llegaré a conocer los misterios de la misma. Pero Jim actúa por instinto... es funcional... Es mi otra mitad. Entre él y yo formaríamos un hombre maravilloso, con la sola salvedad de que ninguno de los dos sabe cantar. Y, querido Fan, ¿ha experimentado alguna vez la sensación de que forzosamente, de un modo irremediable, ha de trabar amistad con un desconocido o, de lo contrario, el mundo se derrumbará?» 
Aquí, la caligrafía volvía a disciplinarse. 
«—Yavas Lagloo —le dije, palabras que, si no me equivoco, significan, en ruso, "vayarnos juntos a la cabaña del bosque", o algo parecido— y él me contestó: "Ah, hola", que es lo que, a mi parecer, hubiera dicho si el arcángel Gabriel hubiese pasado por allí.» 
«—¿Qué dilema tienes? —le pregunté.» 
«—Ninguno —repuso, después de pensar durante casi una hora.» 
«—¿En este caso, qué haces aquí? ¿Si no tienes un dilema, por qué has entrado?» 
«Y, entonces, formó una grande y plácida sonrisa, nos acercamos al gran Khlebnikov, le estrechamos y sacudimos la pezuña durante un buen rato, y nos fuimos a mis habitaciones. En donde bebimos. Y bebimos. Y, querido Fan, Jim se bebió cuanto líquido vio. O quizá fui yo, no lo recuerdo. Y, cuando vino el alba, ¿sabe lo que hicimos? Pues se lo voy a decir, querido Fan. Nos dirigimos solemnemente al campo de deportes, yo me senté en un banco, cronómetro en ristre, el gran Jim se atavió de atleta y dio veinte vueltas. Veinte. Quedé agotado». 
«Cualquier día iremos a verle, querido Fan, por cuanto Jim no pide más que estar en mi compañía o en la de mis perversos y divinos amigos. En resumen, me ha nombrado su Mefistófeles particular, y estoy vastamente emocionado por tal honor. A propósito, es virgen, mide unos dos metros y medio, y parece construido por la misma firma que hizo las pirámides. No se alarme, sin embargo.» 
Así terminaba el documento. Smiley volvió con impaciencia las amarillentas páginas, en busca de manjares más fuertes. Los profesores de ambos hombres atestiguan (veinte años después) que es inconcebible que entre los dos hubiera algo más que una relación «puramente amistosa»... No se pidió el testimonio de Haydon. El profesor expresamente asignado a Jim dice que es «intelectualmente omnívoro, después de un largo período de inanición», y rechaza toda posibilidad de que fuera «rojillo». La entrevista que tiene lugar en Sarratt comienza con largas excusas, en atención a la soberbia hoja de servicios de Jim durante la guerra. Después del amaneramiento de la carta de Haydon, las respuestas de Jim son agradablemente francas y directas. 

El topo, John Le Carre

Tinker, Tailor, Soldier, Spy (El topo) no es una película luminosa, predominan los tonos sepia, el vestuario gris y el ritmo pausado. Lo que hace un buen espía de un hombre como Smiley es su capacidad para desaparecer y fundirse en su entorno. Es un personaje muy distinto de los que Gary Oldman ha interpretado a lo largo de su carrera. O quizás no tan distinto del actor que reconoce que cuando va por la calle raramente es reconocido.

Los actores tienen que condensar páginas de la novela con una simple expresión y dos frases. Como la mirada de Oldman cuando se reconoce en una de las fotos de los sospechosos de ser “el topo” que Control había pegado sobre unas piezas de ajedrez. Y uno de los aciertos de la adaptación es el añadido de la escena de la fiesta de Navidad que no figura en la novela de Le Carre. En ella se da de manera muy sutil con una sola mirada la clave de la relación de Jim Prideaux (Mark Strong) y Bill Haydon (Colin Firth).

Jim Prideaux

En el curso de aquel trimestre de verano, los chicos de la escuela honraron a Jim dándole un apodo. Probaron varios apodos, antes de encontrar uno que les dejara satisfechos. Primero probaron el apodo de «Soldado» que reflejaba los matices militares de su personalidad, sus ocasionales y totalmente inocentes palabrotas, y sus solitarios paseos por Quantocks. De todos modos este apodo no cuajó, por lo que los chicos probaron los de «Pirata» y «Goulash». Este último se lo dieron por su afición a la comida fuerte, por el olor a cebollas y pimienta que llegaba a sus narices, en cálidas oleadas, cuando pasaban por el Hoyo, camino de Evensong. También le llamaban «Goulash» por su perfecto acento francés, que tenía cierta calidad espesa, como de salsa. Spikely, de la clase Quinta B, sabía imitar de maravilla el acento de Jim. «Ya has oído la pregunta, Berger. ¿Qué está mirando Emil? —convulsivo ademán de la mano derecha—. Y no me mires así, que no soy un fantasma. Qu'est ce qu'il regarde, Emil, dans le tableau que tu as sous le nez? Mon cher Berger, si no se te ocurre pronto una decente frase en francés je te jetterai toute suite par la porte, tu comprends, pedazo de animal?» 
Pero estas terribles amenazas jamás fueron llevadas a efecto, ni en francés ni en inglés. Se daba la rara circunstancia de que las amenazas aumentaban la aureola de bondad que no tardó en rodear a Jim, una bondad que sólo puede darse en los hombres corpulentos, contemplados con ojos infantiles. Sin embargo, «Goulash» tampoco les dejó satisfechos. En el apodo faltaba el matiz de fortaleza que había en la personalidad de Jim. No reflejaba el carácter apasionadamente inglés de Jim. 
(…) 
Pese a sus tendencias a ser tolerante, Jim gozaba del prestigio de conocer a fondo la mentalidad delincuencial. Se dieron varios ejemplos de lo anterior, pero el más destacado ocurrió pocos días antes de que terminara el trimestre, el día en que Spikely descubrió en la papelera de Jim un borrador de las preguntas del examen del día siguiente, y lo alquiló a sus compañeros al precio de cinco peniques. Fueron varios los muchachos que pagaron el precio y, además, pasaron una triste noche aprendiéndose de memoria las respuestas, a la luz de una linterna, en el dormitorio. Pero, en el momento del examen, Jim formuló unas preguntas totalmente diferentes. 
—Estas preguntas las podéis leer y releer gratis —gritó. 
Y se sentó. Abrió el «Daily Telegraph» y se entregó a la lectura de las últimas opiniones de los fantasmas, que eran, según habían llegado a averiguar los alumnos, casi todos los individuos con pretensiones intelectuales, incluso en el caso de que escribieran en defensa de la causa de la Reina. 
(…) 
Por fin, se produjo el incidente de la lechuza, que ocupo un lugar aparte en la mente de los alumnos y en la opinión que de Jim tenían, debido a que en él intervino la muerte, fenómeno ante el que los niños reaccionan de manera diversa. Seguía haciendo frío, por lo que Jim llevó a la clase un recipiente con leños, y un miércoles encendió la chimenea, se sentó de espaldas al calor y procediendo a leer un dictée. Primeramente, cayó un poco de hollín, de lo que Jim no hizo caso, y luego cayó la lechuza, una lechuza grande que había anidado en la chimenea, sin la menor duda, durante los abundantes veranos e inviernos del mandato de Dover, en que la chimenea no funcionó. La lechuza estaba ahumada, deslumbrada, y con el cuerpo negro de tanto darse contra las paredes. Cayó en el fuego, y luego saltó al suelo, quedando allí, formando una pelota y rebullendo con ruido de aleteo, como un mensajero del infierno, jorobada pero respirando, con las alas abiertas, mirando directamente a los muchachos a través del hollín que le cubría los ojos. Todos quedaron atemorizados. Incluso Spikely, el héroe, estaba atemorizado. Todos salvo Jim, quien en un abrir y cerrar de ojos, cogió a la lechuza, le plegó las alas, y con ella salió de clase, sin decir palabra. Pese a que los alumnos aguzaron el oído, nada oyeron, hasta que por fin les llegó el sonido del manar de agua, al final del corredor, indicativo de que Jim se estaba lavando las manos.
—Está meando —dijo Spikely. 
Y estas palabras provocaron risas nerviosas. Pero, al salir de clase, descubrieron a la lechuza, plegada, formalmente muerta, esperando el entierro, sobre un montón de leña, junto al Hoyo. Los más valerosos comprobaron que la lechuza tenía el cuello quebrado. Sólo un guardabosques, dijo Sudeley, quien tenía uno en su casa, era capaz de matar tan hábilmente a una lechuza. Entre los restantes miembros de la comunidad de Thursgood la opinión que Jim merecía no era tan unánime. La sombra del señor Maltby, el pianista, no se había desvanecido todavía. La matrona, coincidiendo con Roach, sostenía que Jim era un héroe y que necesitaba ayuda; era un milagro que se pudiera desenvolver en la vida, con semejante espalda. 

El topo, John Le Carre 

Aunque la versión cinematográfica de “El topo” me ha gustado mucho, el límite temporal de la película ha impedido que en algunos aspectos sea tan completa como la serie que realizó la BBC en 1979. El actor que interpreta a Jim Prideaux (Mark Strong) me parece que hace una interpretación más que correcta. Sin embargo, el guión no profundiza en el personaje y se pierden las cualidades que lo hacen tan entrañable en el libro. De hecho, el incidente de la lechuza en la película es mucho más brutal y menos propio de Jim.
La primera foto es de la serie del 79 y el resto de la película del 2011.

Citas del mes de abril





«Hijo de mi vida, ¿has encontrado alguna quimera? El marinero que me mandaste me ha dicho que eras imprudente. Eso me ha tranquilizado. Sé siempre muy imprudente, pequeño mío, es la única manera de disfrutar un poco de la vida en esta época prosaica.
(…)
Tengo miedo de que no cometas locuras. Eso no te privará de la gravedad, ni de la melancolía, ni de la soledad: las tres golosinas de tu carácter. Puedes ser grave y loco, ¿qué lo impide? Puedes ser todo lo que quieras y loco por añadidura, pero hay que ser loco, hijo mío. Observa a tu alrededor un mundo en el que crecen sin cesar las gentes que se toman a sí mismas en serio. Además de cubrirse de un ridículo irremediable ante espíritus como el mío, hacen que su vida adolezca de un peligroso restriñimiento. Son exactamente como si, a la vez, se hartaran de mondongo, que laxa, y de nísperos del Japón, que restriñen. No he encontrado imagen mejor que ésa.
(…)
Mi madre no hace nada sin poner en ello el alma. Es la Primavera. Tiene constantemente su dedo debajo de mi nariz para obligarme a levantar la cabeza y tener la vista alta.

El húsar en el tejado, Jean Giono




Etapas

Como cada flor marchita,
Y toda juventud con la edad decae,
Así florece cada etapa de la vida,
Florece cada sabiduría y cada virtud a su tiempo,
Y no puede durar eternamente.
El corazón debe estar, a cada llamada de la vida,
Presto a la despedida y los nuevos comienzos,
Para con valentía y sin remordimientos,
Entrar en nuevas ligazones.
Cada comienzo está lleno de una magia
Que nos protege y nos ayuda a vivir

Hemos de atravesar alegres espacio tras espacio,
No depender de hogar alguno,
El espíritu cósmico no quiere encadenarnos,
Quiere elevarnos etapa tras etapa,
Ampliarnos.
Apenas nos aclimatamos a un círculo de vida,
Cuando el hábito familiar hace la indolencia,
Sólo alguien que esté preparado para salir y viajar,
Puede escapar del hábito paralizante.

Quizá también la hora de la muerte
Nos envíe a espacios nuevos,
Nunca tendrá fin en nosotros la llamada de la vida...
¡Bien, pues, corazón, despiértate y sana!

Hermann Hesse


Este último mes me he encontrado con varias películas en las que madres tienen gran influencia sobre sus hijos varones. En “El húsar en el tejado” es una influencia bien patente aunque la cita es de la novela, no de la película. En “Drei” lo es menos, pero Tom Tykwer hace un homenaje al Vittorio de Sica de “Milagro en Milán” y la madre de Simon aparece transfigurada en ángel y recita su poema favorito de Hermann Hesse. Casualmente también he visto “Savage Grace” con Julianne Moore donde la influencia materna es mucho más negativa. Un poco a lo Hitchcock en “Psicosis”.

El duque Hermosilla de Salvatierra



"Burgos, 13 abril
He encontrado a un español bastante más original que Ramón. No ha escrito nada y nunca escribirá, pero no comprendo por qué nadie ha escrito sobre él.
Es el duque Almagro Hermosilla de Salvatierra, último descendiente de una de las más gloriosas familias de la vieja Castilla. Fui a Burgos para ver el sepulcro del Cid Campeador y debo a mi viejo guía el conocimiento del duque. Me hallaba en la iglesia de San Pedro de Cerdeña, ante el monumento que el general francés Thiebault hizo construir en 1808, para osario del gran enemigo de los moros, cuando vi arrodillado al pie de la tumba a un viejo vestido de negro que parecía rezar con la cabeza escondida entre las manos. Cuando se puso en pie vi su cara más blanca que las candelas que ardían en el altar. Era de baja estatura, pero de bellas proporciones y engrandecido por aquella dignidad natural que se encuentra únicamente aquí. Al verme en contemplación ante el sepulcro se paró a mirarme y finalmente se acercó.
-¿Conque usted también se mantiene fiel al culto de nuestro Ruy Díaz de Vivar?
Le expliqué que era extranjero y que había ido únicamente por consejo del guía.
Pareció desilusionado y un poco entristecido, pero pronto se serenó.
-Me he quedado solo -dijo- para recordar el día de su muerte. Todos los años vengo aquí para hacer mis devociones en memoria suya. Yo desciendo de uno de los compañeros de armas del Cid y creo que él fue digno de ser venerado. ¿Sabe usted que Felipe II, el más grande de los reyes, elevó una instancia a Roma para su beatificación?
Salimos juntos de la iglesia. El duque Hermosilla de Salvatierra conoce Burgos mejor que cualquier arqueólogo. Cada piedra es para él una criatura viviente, un capítulo de la historia.
-No puede decir que ha visto Burgos -me dijo- si no visita mi palacio. No dejo entrar nunca a nadie, pero como le he visto ante el sepulcro del Cid el mismo día de su aniversario (que Dios le tenga en su gloria), haré para usted una excepción. Le espero mañana, después de la siesta.
En mi hotel pregunté detalles sobre el duque. Se extrañaron mucho de que me hubiese hablado.
-No habla con nadie -me dijo el camarero-, y a Burgos viene raramente. Es riquísimo y posee palacios en casi todas las ciudades de España. Cada palacio tiene su color y su particularidad. En Ávila tiene el Palacio Negro, donde todos los muebles y las tapicerías son de luto y donde pasa, habitualmente, la Cuaresma. En Toledo, tiene el Palacio Rojo, donde cada sala aparece pintada con frescos que representan los diversos antros del Infierno. Allí habitaba cuando era joven, con cuatro o cinco famosos toreros. En Madrid todos conocen su célebre Palacio de Oro, que a uno de sus antepasados costó veinte millones de reales. No lo abren más que para recibir al rey. Aquí en Burgos verá el Palacio Desnudo, el más antiguo de la familia. Lo más extraño es que en cada uno de estos palacios viven siempre servidores numerosos, desde el portero al cocinero, como si su dueño residiese en ellos siempre. Cada mayordomo tiene la orden de hacer preparar cada día la comida y la cena como si el duque estuviese presente. En Ávila, en Toledo, en Madrid, en Sevilla, en Burgos, dos veces al día se pone la mesa con toda su riqueza y los criados llevan los platos humeantes ante el sillón ducal, donde no está sentado nadie. Por la noche, se encienden los candelabros y los camareros esperan en silencio a su señor invisible. El duque está algunas veces fuera de España años enteros y en algunos palacios no le han visto más que dos o tres veces desde que es jefe de la familia. Pero la orden es obedecida en todas partes: cada día sus cocineros preparan en las diversas ciudades las cinco comidas y las cinco cenas. Si el duque no llega -y no llega casi nunca-, los servidores esperan una hora y luego se comen juntos lo que estaba destinado a su señor. Una fantasía de lunáticos sin hijos, que no sabe cómo gastar sus millones. Por otra parte, no ha querido en torno suyo ningún invento moderno. En sus palacios no hay luz eléctrica ni teléfono; para viajar no usa ni trenes ni automóviles, sino carrozas monumentales tiradas por cuatro mulas y seguido de postillones a caballo. Nadie se extraña: toda España sabe que es un loco.
La charla de José aumentó mi curiosidad por entrar en la cueva del viejo maniático. Al día siguiente, a las tres, alzaba la maciza anilla de hierro que colgaba en medio del portalón del Palacio Desnude. Un hombre vestido a la antigua, con un traje que me recordó el de los retratos del Tiziano, vino a abrirme y me condujo por una escalera que rodeaba un vasto patio.
Entré en una sala larguísima, apenas iluminada por tres ventanas, donde no se veía ningún mueble ni siquiera una silla. A ambos lados de una puerta, dos armaduras medievales, completas, con sus viseras bajas. El hombre me dijo que esperase y desapareció. Poco después vi, al lado mío, sin que me .subiese dado cuenta de por dónde había salido, al pálido duque.
-Siento -me dijo- no poderle hacer sentar, pero ésta no es mi casa, es el albergue de mis antepasados. Venga.
Me hizo pasar a otra estancia casi oscura que me pareció a primera vista llena de gente.
-No se asuste -murmuró el duque-, no hay nadie.
Miré en torno. Allí había unas diez figuras, hombres y mujeres, vestidos de aquella extraña manera que se ve únicamente en las óperas de Verdi y de Meyerbeer. Los hombres iban cubiertos de corazas y esquinelas y se mantenían fieramente en pie; las mujeres, medio ahogadas en sus velos y en sus sayas de brocado, se hallaban sentadas en cátedras de madera. Los rostros estaban descubiertos y tenían la inmovilidad de las figuras de cera.
-Uno de mis antepasados del siglo xv -dijo el duque- tuvo esta idea. La familia no debe olvidar a ninguno de los suyos. Los sepulcros, esparcidos en las iglesias, ocultan el aspecto de nuestros muertos, y los retratos, tal como se estilan, no dan la impresión de la realidad. Desde el tiempo de Gómez IV, en 1432, de cada difunto se sacó la mascarilla en cera para conservar a través de los siglos su verdadera fisonomía, y un maniquí de las mismas proporciones fue vestido con los mismos trajes que había llevado en sus últimos tiempos su modelo. De cada antecesor mío, en suma, se ha hecho un «doble», lo más semejante posible al aspecto que tenía en vida. Nuestra familia, a través de cinco siglos, se halla siempre reunida, al menos en el espacio, aunque separada por el tiempo. Uno solo falta: el duque Sánchez VIII, que en el Setecientos vivió casi siempre en París y quiso sustraerse, como «afrancesado» que era, al mandato de los abuelos.
Pasamos a otra sala y luego a otra. Los vestidos cambiaban, pero en los rostros inmóviles se encontraban siempre los trazos de la primera fisonomía. Eran Grandes de España, vestidos severamente de negro, con collares de oro sobre el pecho; abadesas carmelitas, que estrujaban entre sus manos enguantadas grandes rosarios de piedras preciosas; muchachos enflaquecidos que mostraban el rostro de cera sobre gorgueros; generales con jubones constelados de plata, que se apoyaban sobre la cazoleta cincelada de un espadón de gala, jovencitas un poco gordas cuyo busto emergía entre enormes faldas de seda recamada de perlas; viejos encorvados y encogidos en pesadas zamarras de piel. En la última sala aparecían los primeros sombreros de copa, los paletós románticos, los pantalones de trabilla, y las señoras se hallaban sentadas sobre gigantescas campanas de crinolina.
-Ninguna otra familia en el mundo -decía el duque- ha tenido este pensamiento. Los Salvatierra son los primeros, no sólo en la guerra, sino en el culto a los muertos. Yo no estoy nunca solo. Me basta con venir a estas salas y me encuentro en medio de los míos, incluso de aquellos que no conocí. Las otras familias se contentan con miniaturas que se pierden, con pinturas que se agrietan y ennegrecen; aquí encuentra usted la copia fiel de la vida. Dentro de estas paredes aparecen cinco siglos de vida conservada, como observa, de un modo visible.
En verdad, muchas de aquellas lívidas máscaras se habían deformado por efecto del calor y del tiempo y se habían vuelto todavía más espantosas. Algunas bocas contraídas parecía que hiciesen burla tras las espaldas del duque. Los ojos de cristal, entre los mechones de las pelucas desteñidas, se habían hecho estrábicos a fuerza de contemplar, durante siglos, la nada. Alguna nariz había desaparecido, alguna oreja se había agrietado o había caído. Los vestidos, casi todos bellísimos, se hallaban cubiertos de polvo y mordidos por la polilla. El duque parecía no darse cuenta de nada. De cuando en cuando se paraba ante uno de aquellos lúgubres fantoches.
-Éste fue Gran Inquisidor de España en 1625. Siete. mil condenas, de ellas más de mil a fuego. Éste era el Comendador de Santiago, amigo del famoso Tenorio. Fue muerto en duelo. Esta monja conoció al célebre Calderón de la Barca y antes de entrar en el convento escribió autos sacramentales... Este otro fue virrey del Perú; los historiadores, siempre malignos, dicen que fue un hombre sanguinario. Calumnias: tuvo que sofocar dos rebeliones contra el rey, y si fueron empalados más de treinta mil rebeldes, la culpa no fue suya sino del tribunal...
Pero yo no lo escuchaba. Todas aquellas figuras de difuntos vivos, más espantosas que los muertos, que me rodeaban, que debía rozar para pasar por entre ellas, tan apretujadas se hallaban, acabaron por producirme no ya terror, sino una especie de náusea aue me quitaba la respiración. Las ventanas se hallaban cerradas, la luz era escasa y el aire apestaba a alcanfor, a moho y a historia putrefacta.
-Un solo pensamiento me entristece -decía el duque, acompañándome a la antecámara-. Soy el último de la familia; ¿quién pensará en colocarme en medio de mis muertos? ¿Qué fin tendrán después de mí desaparición estos simulacros venerables de una de las más antiguas estirpes de Castilla? ¿Los dejarán, solos para siempre, en este palacio? ¿O tal vez una revolución de la canalla plebeya o una invasión de bárbaros arrojará a la inmundicia esta asamblea de seres nobles que figuraron, durante cinco siglos, entre los dueños de la Tierra?
En aquel momento reapareció la escalera y la luz del patio. Sentí el frescor del aire, vi un poco de cielo. Salí del Palacio Desnudo, casi corriendo, después de haber dado las gracias apresuradamente al duque Almagro Hermosilla de Salvatierra. Estoy satisfecho de haberle conocido y de haber visitado su necrópolis doméstica, pero he decidido marcharme esta noche misma de Burgos."

Gog. El libro negro, Giovanni Papini

Suicidios de estrellas



"—¡Oh, vamos, Terry! —intervino Hannah Green, que cogió a Crabtree del codo como si lo conociese de toda la vida—. Es James Leer, el chico del que te he hablado. Pregúntale algo sobre George Sanders, lo sabe todo de él.
—¿Que me pregunte sobre qué? —dijo James, que consiguió por fin liberar su pálida mano de la de Crabtree. Le temblaba un poco la voz, y me pregunté si también había visto los destellos de conquistador enloquecido que vislumbraba yo en los ojos de Crabtree, quien lo contemplaba con una mirada salvajemente atormentada por la duda—. Salía en El hijo de la furia.
—Terry me ha explicado que George Sanders se suicidó, James, pero no recordaba cómo. Le he dicho que tú lo sabrías.
—Con pastillas —aclaró James Leer—. En 1972.
—¡Magnífico! ¡Sabe hasta la fecha! —Crabtree le alcanzó a la señorita Sloviak su abrigo—. Toma —le dijo.
—¡Oh, James es asombroso! —aseguró Hannah—. ¿Verdad que sí, James? No, en serio, prestad atención. —Se volvió hacia James Leer y lo contempló con la admiración de una hermana pequeña que lo creyese capaz de realizar ilimitadas y sorprendentes hazañas. El deseo de complacerla del aludido se evidenciaba en la tensión de todos los músculos de su rostro—. James, ¿quién más se suicidó? Qué otras estrellas de cine, quiero decir.
—¿Quieres que te las cite todas? Son demasiadas.
—Bueno, pues sólo algunas de las más importantes.
No se mostró agobiado, ni levantó los ojos al cielo, ni se rascó pensativo la barbilla. Simplemente, abrió la boca y empezó a enumerarlas contando con los dedos.
—Pier Angeli, en 1971 o 1972, también con pastillas. Charles Boyer, en 1978, otra vez pastillas. Charles Butterworth, en 1946, creo. Con un coche. Supuestamente fue un accidente, pero bueno... —Ladeó la cabeza con pesar—. Estaba perturbado. —Había un rastro de ironía en su tono, pero tuve la sensación de que iba dirigido a nosotros. Era evidente que se tomaba sus suicidios hollywoodienses y la petición de Hannah absolutamente en serio—. Dorothy Dandridge, se tragó un frasco de pastillas en..., creo que en 1965. Albert Dekker, en 1968; se ahorcó. Dejó una nota póstuma escrita con lápiz de labios sobre su vientre. Ya sé que resulta extraño. Alan Ladd, en 1964, pastillas de nuevo. Carole Landis, más pastillas; no recuerdo la fecha. George Reeves, que interpretó a Supermán en televisión, se pegó un tiro. Jean Seberg, pastillas, por supuesto, en 1979. Everett Sloane, que por cierto, era extraordinario, pastillas. Margaret Sullavan, pastillas. Lupe Vélez, un montón de pastillas. Gig Young, le pegó un tiro a su esposa y después se voló los sesos en 1978. Quedan más, pero no sé si los conoceréis. ¿Ross Alexander? ¿Clara Blandick? ¿Maggie McNamara? ¿Gia Scala?
—Yo no he oído hablar de la mitad de ellos —reconoció Hannah.
—Los has citado alfabéticamente —observó Crabtree.
James se encogió de hombros y dijo:
—Bueno, así es como funciona mi cerebro.
—No te creo —terció Hannah—. Diría que tu cerebro funciona de una manera mucho más caprichosa. Venga, tenemos que irnos."

Chicos prodigiosos, Michael Chabon

Mi personaje favorito de Capote



Caminé durante media hora sin avistar casa alguna. Entonces, nada más salir del camino, vi una casita de madera con un porche y una ventana alumbrada por una lámpara. De puntillas, entré en el porche y me asomé a la ventana; una mujer mayor, de suave cabellera blanca y cara redonda y agradable, estaba sentada ante una chimenea leyendo un libro. Había un gato acurrucado en su regazo, y otros dormitaban a sus pies.
Llamé a la puerta y, cuando la abrió, dije mientras me castañeteaban los dientes:
—Siento molestarla, pero he tenido una especie de accidente; me pregunto si podría utilizar su teléfono para llamar a un taxi.
—¡Oh, vaya! —exclamó ella, sonriendo—. Me temo que no tenga teléfono. Soy demasiado pobre. Pero pase, por favor. —Y al franquear yo la puerta y entrar en la acogedora habitación, añadió—: ¡Válgame Dios! Está usted helado, muchacho. ¿Quiere que haga café? ¿Una taza de té? Tengo un poco de whisky que dejó mi marido; murió hace seis años.
Dije que un poco de whisky me vendría muy bien.
Mientras ella iba a buscarlo, me calenté las manos en el fuego y eché un vistazo a la habitación. Era un sitio alegre, ocupado por seis o siete gatos de especies callejeras y de diversos colores. Miré el título del libro que la señora Kelly —pues así se llamaba, como me enteré más tarde— estaba leyendo: era Emma, de Jane Austen, una de mis escritoras favoritas.
Cuando la señora Kelly volvió con un vaso con hielo y una polvorienta media botella de bourbon, dijo:
—Siéntese, siéntese. No disfruto de compañía a menudo. Claro que estoy con mis gatos. En cualquier caso, ¿se quedará a dormir? Tengo un precioso cuartito de huéspedes que está esperando a uno desde hace muchísimo tiempo. Por la mañana podrá usted caminar hasta la carretera y conseguir que lo lleven al pueblo, y allí encontrará un garaje donde le arreglen el coche. Está a unas cinco millas.
Me pregunté, en voz alta, cómo es que podía vivir de manera tan aislada, sin medio de transporte y sin teléfono; me dijo que su buen amigo, el cartero, se ocupaba de todo lo que ella necesitaba comprar.
—Albert. ¡Es realmente tan encantador y tan fiel! Pero se jubila el año que viene. No sé lo que haré después. Aunque algo se presentará. Quizá un nuevo y amable cartero. Dígame, ¿qué clase de accidente ha tenido usted exactamente?
Cuando le expliqué la verdad del caso, me respondió, indignada:
—Hizo usted exactamente lo que debía. Yo no pondría el pie en un coche con un hombre que hubiera olido una copa de jerez. Así es como perdí a mi marido. Casados durante cuarenta años, cuarenta felices años, y lo perdí porque un conductor borracho lo atropello. Si no fuera por mis gatos...
Acarició a una gata de color anaranjado que ronroneaba en su regazo.
Hablamos ante el fuego hasta que se me cansaron los ojos. Hablamos de Jane Austen («Ah, Jane. Mi tragedia es que he leído sus libros tan a menudo que me los sé de memoria») y de otros autores admirados: Thoreau, Willa Cather, Dickens, Lewis Carroll, Agatha Christie, Raymond Chandler, Hawthorne, Chejov, Maupassant. Era una mujer de mente sana y variada; la inteligencia iluminaba sus ojos de color de avellana, igual que la lamparita brillaba encima de la mesa, a su lado. Hablamos de los crudos inviernos de Connecticut, de políticos, de lugares lejanos («Nunca he estado en el extranjero, pero si alguna vez tengo oportunidad, África sería el lugar a donde iría. A veces he soñado con ella, las verdes colinas, el calor, las hermosas jirafas, los elefantes andando por ahí»), de religión («Me educaron como católica, por supuesto, pero ahora, casi siento decirlo, tengo una mentalidad abierta. Demasiadas lecturas, quizá»), de horticultura («Cultivo y conservo todos mis verduras; por necesidad»). Finalmente:
—Disculpe mi cháchara. No puede figurarse el gran placer que me proporciona. Pero ya pasa de su hora de acostarse. Y noto que es la mía.
Una luz en una ventana, Truman Capote (Música para camaleones)

A contracorriente (II)



Hacía cuatro años –y ella lo recordaba claramente-, las cenas constaban siempre de dos platos: empezabas con una sopa, unas ostras, un cóctel de langosta o un aguacate con salsa de Roquefort. Una entrada, algo. Pero ahora, después de varios litros de Martini-on-the-rocks (una bebida que para ella era una parvenue, al contrario del clásico Dry Martini), te sentabas directamente a comer el plato principal y único, eso cuando no tenías que ponértelo en el regazo. Nadie aludía al desaparecido primer plato; era como un pariente muerto al que no se podía mencionar.
-¿Le encuentras tú una explicación a esto, Peter? ¿Crees que habrá tenido una muerte lenta o habrá muerto de algo repentino, como un ataque?
-Lo más probable es que haya sido uno de esos casos de eutanasia. ¿Por qué no se lo preguntas a alguien, si realmente quieres saberlo?
-¿Cómo iba a hacerlo? ¿A quién? Tendría que ser a alguien que todavía lo sirviera, y al parecer debo de ser yo la única.
-Y más te valdría dejar de serlo, mamá.
-¿Por qué? –dijo ella indignada-. Siempre hemos tomado primero y segundo. ¿Por qué iba a cambiarlo? Esas mujeres tienen tanto tiempo como yo para cocinar, si no más.
-Esa es precisamente la cuestión mamá –rezongó Peter.
Odiaba cuando su madre le enviaba a pedir prestado un molde para bizcocho, una rejilla o un tamiz. Nadie tenía ya nada de eso; nadie los utilizaba.
-No te enteras, mamá. No tienes ni idea. En estados Unidos ya no se cocina. Les pones en un aprieto.
-Menuda tontería. Todas mis amigas de Nueva York cocinan.
-Nueva York no es Estados Unidos, mamá. Viejo refrán.

(…)

Tu ética está basada en el estilo, y el estilo nunca tiene que dar una razón coherente de por qué es como es. Y si alguien se pone a buscarle una razón, lo más probable es que la que encuentre sea histórica: o sea, que alguien como Luis XIV introdujo un sillón con una forma determinada que un grupo selecto reconoce. Pura contingencia.
Te daba escalofríos la idea de un pavo “de doble pechuga” porque no es el pavo clásico. Tu estilo quedaría en entredicho si te unieras al rebaño que bebe en el abrevadero de los economatos. Pero no podrás convencer a nadie de que se abstenga de utilizarlos. A no ser a aquellas personas que te quieren y desean parecerse a ti. Lo viste en Rocky Port. A tu manera, eres una persona ejemplar, pero la gente común no puede imitarte, aunque tú pienses que deberían. Es como si Mozart le dijera a Salieri: “¿Por qué no eres como yo?”.

Pájaros de América, Mary McCarthy

A contracorriente


Me gusta que mis amigos sean perfectos. No siento resentimiento por tus conchas, o porque tienes un carácter mucho mejor que el mío. Me pone feliz. ¿No existe ya nada que sea una rivalidad sana, una noble emulación, como los Juegos Olímpicos o una competición poética ¿Tiene hoy en día que estar todo envenenado?. Esta horrible vida bohemia que ves aquí, con tazas de color lila y barbas y plásticos, es una nivelación real, peor que en los suburbios, donde uno entra en franca competición con los vecinos, por tener el coche más nuevo o hacer las mejores tartas. Soy capaz de comprender esto. Yo soy así también. Pero aquí nadie compite, a no ser que se dé una oculta lucha por ver quién logra tener la casa más sórdida o dar las peores fiestas. (…)
En Juneau había una mujer loca que siempre corría por las calles en bicicleta, vestida con una especie de traje de circo, con pantalones y una chaqueta roja, y con la cara pintada de blanco y rojo. Me parece que soy ella cuando paso por la calle Mayor, aquí, con un traje normal y con medias. Todo el mundo me mira. Soy antisocial. El otro día, en el banco, una de las matronas de la localidad llegó a tirarme del brazo y a preguntarme por qué llevo medias. “Nadie las lleva aquí”, me informó.
-Siempre has sido una rebelde –Dijo Dolly-. Te pasaría lo mismo si vivieras en Scarsdale.
-No –replicó Martha-. Si viviera en Scarsdale, no me importaría lo que dijeran los vecinos. Y no pretendería reformarlos.
-¿Quieres reformar a los de aquí? –preguntó Dolly, con una sonrisa perpleja.
Martha asintió.
-Naturalmente. Intento dar un ejemplo. No es sólo vanidad, también hay un impulso de corrección. “Haz que así tu luz brille ante todos los hombres”. El colmo de mi necedad es esto. John y yo nos ponemos en ridículo con nuestros modales cuidados. Lo sé, pero no quiero renunciar. Es una forma de fanatismo. Podrán matarme, me digo con grandilocuencia, pero no lograrán que sea como ellos.

Una vida encantada, Mary Mc Carthy

La pereza



El alma adora nadar.
Para nadar es preciso extenderse sobre el vientre. El alma se disloca y huye. Huye nadando. (Si vuestra alma huye cuando os encontráis de pie, o sentados, o con las rodillas o los codos doblados, para cada posición corporal diferente el alma partirá con un modo de andar y una forma también diferentes; esto lo estableceré más tarde).
Se habla a menudo de volar. No es eso. Lo que hace el alma es nadar. Nada como las serpientes y las anguilas; nunca de otro modo.
Numerosas personas tienen así un alma que adora nadar. Se las denomina vulgarmente perezosas. Cuando el alma a través del vientre abandona el cuerpo para nadar, se produce una liberación tal de no sé qué; es como un abandono, como un goce, como una relajación tan íntima…
El alma va a nadar en la caja de la escalera o en la calle, según la timidez o la audacia del hombre, pues siempre guarda un hilo entre ella y él, y si este hilo se rompiese (es a menudo muy delgado aunque se precisaría una fuerza espantosa para romperlo) sería terrible para ambos (tanto para ella como para él).
Cuando se encuentra pues el alma nadando a lo lejos, gracias a este simple hilo que liga al hombre con el alma, se derraman volúmenes y volúmenes de una especie de materia espiritual, como el barro, como el mercurio o como el gas -goce sin fin.
Por eso el perezoso vuélvese cerril. No cambiará nunca. Por eso es también que la pereza es la madre de todos los vicios. ¿Hay acaso algo más egoísta que la pereza?
La pereza tiene también fundamentos que el orgullo no posee.
Pero siempre la gente se encarniza con los perezosos.
Cuando están recostados los golpean, les echan agua fría sobre la cabeza; no les queda otra cosa que apresurarse a hacer regresar su alma. Os miran entonces con esa mirada de odio tan conocida y que observamos particularmente en los niños...

Henri Michaux

Los Jardines de Kensington





Vosotros mismos no tardaréis mucho en daros cuenta de que será muy difícil seguir las aventuras de Peter Pan si no estáis familiarizados con los Jardines de Kensington. Están en Londres, donde vive el rey, y yo solía llevar allí a David todos los días, a no ser que su semblante irradiase salud. Ningún niño ha conseguido nunca recorrer todos esos Jardines, porque la hora de volver a casa se echa encima muy pronto.

Peter Pan, James M. Barrie

Venecia (I)







Venecia, a diferencia de Roma, Rávena o la cercana Verona, no poseía en un principio nada de su propiedad. Venecia, como ciudad, era un expósito que flotaba sobre las aguas cual Moisés en su cesta entre los juncos. Por tanto, se vio forzada a ser inventiva, a robar e improvisar. La inteligencia y la capacidad de adaptación vinieron impuestas por la situación original, y el ímpetu de los primeros hombres de negocios venecianos era típico de una sociedad hecha a sí misma. La iglesia de San Marcos constituye (literalmente) un ejemplo brillante de este espíritu de iniciativa, de este don para la improvisación, para sacar provecho de todo. Está hecha de ladrillo, como la mayoría de las iglesias venecianas, pues era el material más sencillo de conseguir. Su belleza exterior obedece a los delgados revestimientos en imitación mármol con los que está recubierta la superficie del ladrillo, como si se tratara de un mueble. Buena parte de estos mármoles, como las columnas y el revestimiento interior, fueron botines de guerra, y se dispusieron casi caprichosamente, verde con gris, y éstos a su vez con rojo, rosa o blanco veteado de rojo, sin otro principio estético que el placer visual inmediato. En el lado de la Piazzetta, esto causa el mismo efecto que la pintura abstracta. Era el arte de los nuevos ricos, más afín a la pintura que a la arquitectura (como diría tal vez Herbert Spencer), y aun así «funcionaba». Los recubrimientos en imitación mármol de los laterales de San Marcos, en especial cuando son rociados por la lluvia y adquieren una textura de seda oleosa, son una de las cosas más bellas de Venecia. Y es en su misma tenuidad, en la sensación de ser una mera envoltura lustrosa, donde estriba su belleza. Un palacio de mármol recio mojado por la lluvia parece simplemente empapado.
San Marcos en su conjunto, a menos que se contemple desde la distancia o al ponerse el sol, no es hermosa. Por lo común se acepta que los mosaicos modernos (del siglo XVII) son extremadamente feos, y en mi caso tampoco me gustan algunas de las estatuas góticas de los pináculos. Los caballos, los revestimientos que imitan el mármol de colores, la Madonna bizantina de la fachada, el viejo mosaico de la izquierda, las columnas de mármol del portal, las incrustaciones en oro de la parte superior, las cinco cúpulas grises con sus extraños ornamentos, como boliches para niños: son éstos los detalles que cautivan. En cuanto al resto, es mejor no mirar de cerca o todo empieza a resultar abigarrado, un batiburrillo, como han observado numerosos críticos. El conjunto no es bello y a la vez sí lo es. Depende de la luz y de la hora del día o de si entornamos los ojos para que parezca plan, una superficie pintada. Y puede cogernos desprevenidos con su belleza o una fealdad horripilante cuando menos lo esperamos. Venecia, decía Henry James, es tan variable como una mujer nerviosa, y esto es particularmente cierto de la fachada de San Marcos.

Venecia observada, Mary McCarthy

3 Vista de San Marcos de Canaletto
1, 2, 4 y 5 capturas de Las alas de la paloma de James Ivory

Piedras de Florencia






El pueblo tenía la creencia, incluso en el presente siglo, de que en las estatuas había espíritus encerrados. La estatua de Neptuno obra de Ammannati, que está en la fontana de la Piazza Della Signoria, es conocida como “Il Biancone”, el “gran hombre blanco”, entre la gente pobre, que solía decir que era el poderoso dios del río Arno convertido en estatua por haber despreciado, como Miguel Ángel, el amor de las mujeres. Cuando a medianoche la luna llena cae sobre él, según se cuenta, cobra vida y se pasea por la Piazza conversando con las otras estatuas. El David de Miguel Ángel, antes de convertirse en estatua, era habitualmente conocido como “El gigante”. Era un gran bloque de mármol de unos cinco metros y medio de altura que Agostino di Duccio había echado a perder; singularizado por la fantasía popular, permaneció durante cuarenta años en los talleres de la catedral, hasta que Miguel Ángel convirtió al gigante en el Matador de gigantes, es decir, en una imagen patriótica del pequeño país que derrota a sus adversarios, más grandes que él. Se decía que habían sido los gigantes los constructores del gran muro de piedra etrusco de Fiesole, y en Florencia se contaban muchas historias de hermosas doncellas que habían sido convertidas en estatuas de blanco y puro mármol.

La Piazza Della Signoria evoca el mundo antiguo, más que ninguna otra plaza de Italia, no sólo por las colosales estatuas divinizadas, el David, el Neptuno (del que dijo Miguel Ángel, “Ammannato, Ammannato, che bel marmo hai rovinato”, aludiendo al estropicio perpetrado en el mármol por el inepto escultor) y el horrible Hércules y Caco, sino también por la sobria Loggia dei Lanzi, con sus tres amplios y elegantes arcos y sus apretados grupos escultóricos de bronce y mármol. Algunos de ellos son de las antiguas Grecia y Roma; otros son renacentistas; otros pertenecen al período manierista, y hay uno del siglo XIX. Y sin embargo no hay falta de armonía entre ellos; parecen todos de una pieza, una experiencia continua, una moneda periódicamente acuñada de nuevo. Evocan un mundo sanguinario. Casi todos los grupos están luchando. El Perseo de bronce de Cellini, cubierto con un casco, aparece sosteniendo en alto la cabeza chorreante de Medusa, mientras yace a sus pies su cuerpo repugnante; Hércules, obra de Giambologa, está luchando con Neso, el centauro ; Áyax hecho a imitación de un original griego del siglo IV d. C. sostiene el cadáver de Patroclo. Está también el Rapto de las Sabinas, de Giambologna; el Rapto de Polixena, de Pio Fedi (1886), y Germania conquistada, una estatua de mujer romana, una de la larga hilera de figuras de matronas romanas que ocupa la pared posterior, como un coro de plañideras. Dos leones –uno griego, el otro una copia del siglo XVI- flanquean esos grupos escultóricos, que están retorciéndose, enroscándose, hiriéndose, cayendo y expirando sobre sus imponentes pedestales. A poca distancia, en la entrada del Palazzo Vecchio, Judith, de Donatello, exhibe la cabeza de Holofornes y en el patio Sansón forcejea con un filisteo. Abajo en la plaza Cosimo I monta un caballo de bronce.
Esta plaza, dominada por el Palazzo Vecchio, la antigua sede del gobierno, posee una belleza austera y viril, que la tosquedad de alguno de los grandes grupos de mármol no menoscaba. La cruel torre del Palazzo Vecchio punza el cielo como una aguja hipodérmica de piedra; en las estatuas de abajo, las pasiones están representadas en situaciones extremas, como si la disputa y la discordia no pudieran llevarse más lejos. En cualquier otra plaza de cualquier otra ciudad, la alineación de escenas sanguinarias de la Loggia dei Lanzi (llamada así por los lanceros suizos de Cosimo I, que montaban guardia allí para espantar a los ciudadanos) crearía un efecto de terribilitá o de voluptuoso horror, pero el espíritu clásico florentino las ha puesto en fila bajo un porche de arcos refinados y perfectos (1376-1381), que parecen poner un techo o un límite a la aflicción.

Piedras de Florencia, Mary McCarthy



Foto de la Loggia dei Lanzi y capturas de Una habitación con vistas y Hannibal.